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SI  MAL NO RECUERDO
Fragmento de Memorias

Nome do Autor: Alexis Márquez Rodríguez

Bandera de Venezuela

alemar@telcel.net.ve

Palabras clave: memoria, cumpleaños, profesor

Minicurrículo:  Profesor de Castellano y Literatura. Abogado. Profesor de la Universidad Central de Venezuela. Periodista. Columnista del diario «El Nacional», de Caracas. Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua, Escritor. Crítico literario.  

Resumo: Ao completar setenta anos, o autor apresenta um resumo de sua profícua existência, elencando inúmeras atividades docentes, literárias e jornalísticas. 

Resumen: Al completar setenta años, el autor presenta un resumen de su proficiente existencia, elencando inúmeras actividades docentes, literarias y periodísticas.

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Hoy, 12 de abril de 2001, Jueves Santo, cumplo setenta años. Eso, por supuesto, no le interesa a nadie. Pero yo siento como una necesidad de decírselo a la gente, a mis muchos amigos de siempre; a quienes, sin conocerlos personalmente, me leen con frecuencia, y por eso también son mis amigos; a todo el mundo, en suma.

Esto quizás se deba a una especie de deformación profesional, pues de esos setenta, por lo menos cincuenta y cinco los he pasado inmerso en ese mundo prodigioso y fascinante de la comunicación. Primero como docente activo, que lo fui por treinta y seis años, y luego como periodista, en que llevo por lo menos cincuenta y cinco.

Me gradué de Profesor de Educación Secundaria y Normal en 1950, en el viejo Instituto Pedagógico de Caracas. Allí adquirí mi formación básica, guiado por insignes maestros, como Pedro Grases, José Luis Sánchez Trincado, Ángel Rosenblat, Juan David García Bacca, Guillermo Pérez Enciso, Felipe Massiani, José Manuel Siso Martínez, Olinto Camacho, J. M. Alfaro Zamora, Juan Chabás, Pepito Ayala, Eugenio Medina, Lilia G. de Ramírez, J. M. Escuraina Duque, Edoardo Cremas Allí también hice amistades que han durado toda la vida, y son de las más entrañables que he tenido: Oscar Sambrano Urdaneta, Luis José Silva Luongo, Guillermo Morón, Edina Barradas, América Durán (+), José Vicente Abreu (+), Luis Rafael Yépez, María Córdova, Andrés Perdomo (+). Luis Rafael Yépez, José Rendón Aponte, Raúl Peña Hurtado, Carlos Gauna (+) Otro compañero del Pedagógico fue José Santos Urriola (+), quien era mi amigo y compañero, hermano más que amigo, desde Guanare, muerto en la plenitud  de sus facultades, cuando aún había mucho que esperar de su talento, uno de los más fulgurantes que he conocido.
   
Dí mi primera clase el 16 de setiembre de 1950, en el Liceo Cecilio Acosta, de Coro. Después, en 1951, me echaron de la educación oficial, cuando empezaba a acentuarse la dictadura pérezjimenista. Dos veces en ese entonces estuve preso en Coro, por poco tiempo afortunadamente, en noviembre de 1950, a raíz del asesinato del coronel Carlos Delgado Chalbaud, presidente de la Junta Militar de Gobierno, y en agosto de 1952, cuando la dictadura rompió relaciones con la Unión Soviética y Checoslovaquia. En esta segunda ocasión salí en libertad gracias a las gestiones de un cura coriano, muy conservador pero buen cristiano, el padre Jesús Hernández Chapellín, quien se constituyó en mi fiador ante la tenebrosa Seguridad Nacional, la policía política de la dictadura, cuyo jefe en Coro era para ese entonces el siniestro Miguel Silvio Sanz, que más tarde fue el segundo de la S.N. a nivel nacional, famoso por su vesania represiva y su crueldad de torturador, bajo la jefatura del no menos siniestro Pedro Estrada. Me concedieron la libertad, pero me ordenaron salir del territorio del Estado Falcón, por lo que regresé a Caracas, ya para siempre.

Entonces me refugié en la educación privada, y dí clases, siempre con el sobresalto de la persecución, la clandestinidad y la amenaza de cárcel, en colegios como el Liceo Independencia, el Colegio Santa María, el Colegio Católico Venezolano, el Colegio La Consolación, el Liceo Alcázar, el Colegio Leal, el Liceo La República, el Colegio Venezuela, el Instituto Escuela (La Florida), el Colegio América, el Liceo Ávilas

En Julio de 1954, hasta diciembre de ese mismo año, estuve preso de nuevo, primero, durante veintiséis días, en los calabozos de la Seguridad Nacional en Caracas, entonces situada en la urbanización El Paraíso, y luego en la Cárcel Modelo, denunciado por un alumno del Liceo Independencia de repartir "Tribuna Popular", el periódico clandestino del Partido Comunista, en el que yo militaba desde los catorce años. (Entonces no existía la Juventud Comunista).

A la caída de Pérez Jiménez, en enero de 1958, fui reincorporado a la educacón oficial, e ingresé, en  setiembre, al Liceo Andrés Bello, donde trabajé hasta 1969.

En 1961 me gradué de abogado en la Universidad Central de Venezuela, en la Promoción Fidel Castro, cuyo nombre hoy muchos de mis compañeros no quieren recordar, y enseguida, en octubre de ese mismo año, ingresé como profesor a las escuelas de Economía y de Administraciòn y Contaduría, gracias a las gestiones de uno de mis más entrañables amigos, compañero desde las aulas del bachillerato, Rafael Jesús (Chuy) Gutiérrez, entonces profesor y Coordinador de la Facultad de Ciencias Económicas y  Sociales, ante el Director de la Escuela de Economía, Pedro  Esteban Mejía, y el Decano, Atilio Romero Urdaneta. El año siguiente empecé a dar clases en la Escuela de Educación, y en 1963 en la Escuela de Periodismo, después rebautizada de Comunicación Social ­ a mí siempre me ha gustado más el primer nombre ­, donde me concentré como docente en 1967, por recomendación de  mi cardiólogo y viejo amigo Simón Muñoz, a raíz de haber sufrido un episodio de isquemia aguda (insuficiencia coronaria), lo que vulgarmente suelen llamar  preinfarto, y que dejó en mí de por vida una dolencia crónica (cardiopatía).

En algún momento de mi carrera docente en la UCV dicté también, durante un semestre, un curso sobre novela histórica en la Escuela de Letras, invitado por la profesora Michèle Ascensio. Y posteriomente dirigí un seminario sobre el mismo tema durante un  trimestre, en los cursos de maestría en Literatura Hispanoamericana de la Universidad Simón Bolívar, invitado por la profesora Carmen Bustillo.

En agosto de 1970, en medio de la efervescencia de la llamada  Renovación Académica, fui electo por la comunidad de la Escuela de Periodismo, y luego ratificado por el Consejo de la Facultad de Humanidades y Educación, director de la Escuela, cargo en que estuve apenas cinco meses, pues en enero de 1970 fui destituido, junto con todos los demás directores de escuela, por el entonces decano interventor de la Facultad, mi amigo Federico Ríu, quien duró poco tiempo en ese cargo, pues a poco renunció, asqueado de lo que estaba ocurriendo bajo el régimen provisional que el gobierno ­ era el primero de Rafael Caldera ­ había nombrado al intervenir la Universidad y destituir al rector, Jesús María Bianco.

Trabajé en la Universidad hasta 1986, cuando obtuve mi jubilación, a partir del 1 de octubre. Pero como para esa fecha estaban los cursos en pleno proceso, dicté clases en los que tenía hasta el final del año escolar, en enero de 1987.

Como periodista me inicié muy joven, todavía adolescente. Yo había empezado haciendo pequeños periódicos mimeografiados cuando estudiaba bachillerato, en el viejo y venerable Colegio Federal de Guanare ­ hoy  Liceo José Vicente de Unda­, el primer instituto de educación secundaria creado en Venezuela, en mayo de 1826, por decreto del gobierno de Colombia a instancias directas del Libertador. Pero en marzo de 1946, un mes antes de cumplir quince años, me nombraron corresponsal de "El Nacional" en Guanare, donde entonces vivía. El director en ese momento era el gran poeta y periodista Antonio Arráiz, y el jefe de redacción Miguel Otero Silva. Desde ese momento me vinculé a ese periódico, hasta el presente. Una vez le dije a Miguel Otero, el más connotado miembro de la familia propietaria de ese diario, que yo suponía haber sido el más joven periodista que ha trabajado en "El Nacional", y me respondió que sin duda lo era.

En esos inicios tuve un gran maestro de periodismo, Gonzalo Rincón Gutiérrez, jefe de la página de provincia, quien también era profesional de la docencia y militante, como yo, del Partido Comunista. Gonzalo fue un hombre excepcional, como persona, como profesor y como periodista. Cuando me vine a Caracas, en 1947, comencé a frecuentar la sede de "El Nacional", y allí tuve ocasión de conocerlo muy bien, de hacerme su amigo y de aprender mucho de él. Por desgracia Gonzalo murió joven, en Mérida, donde ejercía la docencia en la Universidad de los Andes.

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Por esos días comencé también a escribir regularmente en "El Nacional" artículos de opinión, y eventualmente algunos reportajes, entrevistas y otros trabajos. Mi primer texto firmado ­los despachos como corresponsal iban sin firma­ apareció el 19 de octubre de 1946. Durante muchos años escribí una columna ocasional, pero frecuente, llamada "Pensamiento, palabras y obras", frase que recordaba de alguna plegaria de mis tiempos de monaguillo en la iglesia de Guanare, cuando todavía no había perdido totalmente las creencias religiosas. Mucho después ­otro 19 de octubre, por cierto, pero de 1985, y por mera coincidencia ­ comencé a publicar mi columna semanal "Con la lengua", que, por tanto, lleva ya quince  años y medio de vida ininterrumpida.
Tuve también en "El Nacional" una columna bibliográfica semanal, llamada "Cuenta de Libros", creada a petición de José Ramón Medina ­ él fue quien le puso el nombre­, para ese entonces director del "Papel Literario", y que duró casi treinta años. Dejó de salir por falta de espacio, ahogada por la abundancia de avisos publicitarios.

Desde mucho antes de eso ya yo escribía también en el "Papel Literario", al que me dio entrada, cuando era su director, Arturo Úslar Pietri. En esa ocasión me publicó un artículo que ocupaba toda la primera página del suplemento, ilustrado con una hermosa fotografía de Alfredo Boulton. Era un artículo sobre la sequía de la tierra desértica coriana y la heroicidad de la vegetación xerófila que puebla esa "tierra muerta de sed", como la llamó Juan  Liscano. Después de Úslar fue director Mariano Picón Salas, con quien hice gran amistad, porque él, que era ya un escritor consagrado, siempre fue atento y muy cercano a la gente joven. A mí y a Adriano González León ­ quien tiene mi misma edad, llegó a Caracas en los mismos días que yo y fue uno de los primeros amigos que hice, recién llegado ­ siempre nos distinguió y tuvo  gran afecto. Picón Salas me publicò el primer artículo que escribí sobre Alejo Carpentier, en mayo de 1952, y por el cual conocí  personalmente a Alejo. Desde entonces fui siguiendo muy atentamente la carrera literaria de Carpentier, y escribí artículos sobre cada una de sus novelas a medida que se  fueron publicando. Por ello otras veces he dicho que mi formación como crítico literario fue paralela a la obra narrativa de Alejo, cuya entrañable amistad, lo mismo que  la de Lilia, su mujer, es algo de lo mejor que me ha ocurrido en la vida.

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Yo nací el 12 de abril de 1931, día domingo, a las 3 de la tarde ­ese mismo día el pueblo español derrocó la monarquía en las elecciones municipales­, en una pequeña y bucólica aldea del Estado Barinas llamada Sabaneta, a donde mis padres ­don Gregorio y doña Flor ­, que eran de Guanare, habían sido enviados como maestros de escuela, él de la de varones y ella de la de hembras, pues en esa época no se había implantado todavía la escuela mixta en nuestro país. Entonces Sabaneta era un pequeño poblado, ubicado en el nacimiento de la llanura barinesa, a poca distancia del piedemonte andino y casi a orillas del Río Boconó, del cual, en tiempos muy remotos, había sido lecho, por lo que su suelo es aún muy arenoso. Una aldehuela que con el tiempo fue creciendo, hasta convertirse en cabecera, primero del distrito, y luego, con la reforma administrativa, del Municipio Autónomo Alberto Arvelo Torrealba, llamado así en homenaje a uno de los poetas venezolanos que más he admirado en toda mi vida, y de quien fui entrañable amigo. Allí nacimos los cuatro hermanos que fuimos, yo el menor ­el mayor murió en 1985, antes de cumplir los sesenta años. Regresamos a Guanare en octubre de 1933, cuando yo tenía año y medio de edad.

Desde 1947, cuando llegué a Caracas para estudiar en el Pedagógico, ya nunca más viví en otro lugar, salvo un breve paréntesis de dos años, repartidos entre Coro y Mérida. Llevo, pues, en Caracas casi cincuenta y dos años, por lo que de hecho me siento más caraqueño que cualquier otra cosa, pero sin renegar por ello ni de Sabaneta  ni de Guanare. En estas dos ciudades he sido declarado Hijo Ilustre, y en ellas tuve una infancia y una adolescencia muy felices.

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ELOGIO DE MI PADRES

Mi padre, don Gregorio Márquez Núñez ­ todo el mundo le decía don Goyo­, siempre quiso que yo fuese abogado. Él tenía una verdadera pasión por el Derecho, seguramente acrecentada por la frustración de no haber podido ser abogado. Sus estudios fueron muy elementales. Sólo cursó en una de esas antiguas escuelas llamadas "de primeras letras", unitarias, es decir, sin grados, donde en dos o tres años el muchacho aprendía lo básico: leer, escribir, sacar cuentas y una que otra noción de cultura general. Allí tuvo un maestro que debió ser un personaje excepcional, porque él lo recordó toda la vida: don Telésforo Merlo, de quien hablaba con gran admiración y afecto. Pero mi padre  fue desde niño un gran lector, y llegó a hacerse una cultura bastante acceptable para el medio y las circunstancias en que vivía. Él era herrero, trabajo que ejercìó desde los catorce años, enseñado por su padre, don Benito Márquez, que tambén era herrero. Pero durante toda su vida papá combinó la herrería con la lectura. Le gustaba estar bien informado, y leìa el periódico con vivo interés. El primer diario que yo conocí en casa era "La Esfera", cuyo  director, cerrilmente de derecha, era un gran  periodista: Ramón David León. Junto con mi padre, me acostumbré a leerlo yo también. Pero no podíamos hacerlo todos los días, porque a Guanare los pocos periódicos que llegaban los llevaban en el camión del correo, que iba tres veces por semana, de modo que cada vez llegaban los periódicos con dos o tres días de atraso. En 1943, cuando se fundó "El Nacional", el 3 de agosto, mi padre, que siempre tuvo ideas progresistas, se cambió al nuevo periódico.

Eran los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y en casa también  oíamos las noticias por la radio. En esa época en Guanare no había luz eléctrica, y nos alumbrábamos con velas, lámparas de querosén, de carburo o de gasolina. Tampoco se conocían entonces los radios de batería. Pero papá había comprado una pequeña planta eléctrica, y de ese modo podíamos oír radio, incluso algunas veces de día, cuando había acontecimientos muy importantes que jusficasen prender la plantica. Así ocurrió, por ejemplo, el 18 de octubre de 1945, cuando derrocaron el gobierno del general Isaías Medina Angarita. Un vecino de casa, compadre de mi papá, que se enteró del golpe nadie supo cómo, pasó a casa y le dijo a mi padre ­lo recuerdo nítidamente­: "¡Compadre, prenda el motor para oíir la radio, que cayó el gobierno!". (Para ese entonces, en realidad, ya habían montado un estruendoso motor que le daba luz y corriente a casi todo el pueblo, pero funcionaba sólo de 6 de la tarde a 9 de la noche. Para prender aquel aparatoso artefacto se necesitaban seis hombres  forzudos, que moviesen los tres enormes volantes que tenía. Cuando ya se acercaban las 6, la policía, machete en mano, reclutaba, en el mercado o la Plaza Bolívar, los seis hombres para hacer ese trabajo).

La afición de mi padre a la lectura le permitió saber muchas cosas, y le dio fama de hombre sabio y prudente. Desde muy niño él me inculcó ese amor a los libros y a la lectura. Él solía madrugar ­costumbre muy propia de los llaneros­. A las 4 de la mañana ya estaba en pie, y a las cinco me despertaba a mí para que leyera a su lado. (Leíamos, por supuesto, a la luz de una lámpara de gasolina, pues prender el motor a esa hora hubiera causado la protesta de los demás habitantes de la casa y del vecindario, por el ruido que les perturbaría el sueño de la madrugada, el más sabroso y reparador). Las mías eran, sin embargo, lecturas libres, no orientadas en ningún sentido y sin criterio alguno. De modo que yo, a diferencia de la mayoría de los muchachos de mi generación, no empecé leyendo libros para niños o jóvenes ­ni Julio Verne, ni Stevenson, ni Salgarias­, sino cosas mucho más fuertes, que eran los libros que yo encontraba en mi casa, o en una pequeña biblioteca pública que algunos jóvenes mayores que yo habían organizado en un centro cultural llamado "Rómulo Gallegos", fundado por ellos mismos a la muerte de Juan Vicente  Gómez, en diciembre de 1935. El primer libro del que tengo un perfecto recuerdo de haberlo leído completo era de Máximo Gorki y se titulaba Cuentos de vagabundos.

 

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