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       Hoy, 12 de abril de 2001,
      Jueves Santo, cumplo setenta años. Eso, por supuesto, no le interesa a
      nadie. Pero yo siento como una necesidad de decírselo a la gente, a mis
      muchos amigos de siempre; a quienes, sin conocerlos personalmente, me leen
      con frecuencia, y por eso también son mis amigos; a todo el mundo, en
      suma. 
       
      Esto quizás se deba a una especie de deformación profesional, pues de
      esos setenta, por lo menos cincuenta y cinco los he pasado inmerso en ese
      mundo prodigioso y fascinante de la comunicación. Primero como docente
      activo, que lo fui por treinta y seis años, y luego como periodista, en
      que llevo por lo menos cincuenta y cinco. 
       
      Me gradué de Profesor de Educación Secundaria y Normal en 1950, en el
      viejo Instituto Pedagógico de Caracas. Allí adquirí mi formación básica,
      guiado por insignes maestros, como Pedro Grases, José Luis Sánchez
      Trincado, Ángel Rosenblat, Juan David García Bacca, Guillermo Pérez
      Enciso, Felipe Massiani, José Manuel Siso Martínez, Olinto Camacho, J.
      M. Alfaro Zamora, Juan Chabás, Pepito Ayala, Eugenio Medina, Lilia G. de
      Ramírez, J. M. Escuraina Duque, Edoardo Cremas Allí también hice
      amistades que han durado toda la vida, y son de las más entrañables que
      he tenido: Oscar Sambrano Urdaneta, Luis José Silva Luongo, Guillermo Morón,
      Edina Barradas, América Durán (+), José Vicente Abreu (+), Luis Rafael
      Yépez, María Córdova, Andrés Perdomo (+). Luis Rafael Yépez, José
      Rendón Aponte, Raúl Peña Hurtado, Carlos Gauna (+) Otro compañero del
      Pedagógico fue José Santos Urriola (+), quien era mi amigo y compañero,
      hermano más que amigo, desde Guanare, muerto en la plenitud  de sus
      facultades, cuando aún había mucho que esperar de su talento, uno de los
      más fulgurantes que he conocido. 
          
      Dí mi primera clase el 16 de setiembre de 1950, en el Liceo Cecilio
      Acosta, de Coro. Después, en 1951, me echaron de la educación oficial,
      cuando empezaba a acentuarse la dictadura pérezjimenista. Dos veces en
      ese entonces estuve preso en Coro, por poco tiempo afortunadamente, en
      noviembre de 1950, a raíz del asesinato del coronel Carlos Delgado
      Chalbaud, presidente de la Junta Militar de Gobierno, y en agosto de 1952,
      cuando la dictadura rompió relaciones con la Unión Soviética y
      Checoslovaquia. En esta segunda ocasión salí en libertad gracias a las
      gestiones de un cura coriano, muy conservador pero buen cristiano, el
      padre Jesús Hernández Chapellín, quien se constituyó en mi fiador ante
      la tenebrosa Seguridad Nacional, la policía política de la dictadura,
      cuyo jefe en Coro era para ese entonces el siniestro Miguel Silvio Sanz,
      que más tarde fue el segundo de la S.N. a nivel nacional, famoso por su
      vesania represiva y su crueldad de torturador, bajo la jefatura del no
      menos siniestro Pedro Estrada. Me concedieron la libertad, pero me
      ordenaron salir del territorio del Estado Falcón, por lo que regresé a
      Caracas, ya para siempre. 
       
      Entonces me refugié en la educación privada, y dí clases, siempre con
      el sobresalto de la persecución, la clandestinidad y la amenaza de cárcel,
      en colegios como el Liceo Independencia, el Colegio Santa María, el
      Colegio Católico Venezolano, el Colegio La Consolación, el Liceo Alcázar,
      el Colegio Leal, el Liceo La República, el Colegio Venezuela, el
      Instituto Escuela (La Florida), el Colegio América, el Liceo Ávilas 
       
      En Julio de 1954, hasta diciembre de ese mismo año, estuve preso de
      nuevo, primero, durante veintiséis días, en los calabozos de la
      Seguridad Nacional en Caracas, entonces situada en la urbanización El
      Paraíso, y luego en la Cárcel Modelo, denunciado por un alumno del Liceo
      Independencia de repartir "Tribuna Popular", el periódico
      clandestino del Partido Comunista, en el que yo militaba desde los catorce
      años. (Entonces no existía la Juventud Comunista). 
       
      A la caída de Pérez Jiménez, en enero de 1958, fui reincorporado a la
      educacón oficial, e ingresé, en  setiembre, al Liceo Andrés Bello,
      donde trabajé hasta 1969. 
       
      En 1961 me gradué de abogado en la Universidad Central de Venezuela, en
      la Promoción Fidel Castro, cuyo nombre hoy muchos de mis compañeros
      no quieren recordar, y enseguida, en octubre de ese mismo año, ingresé
      como profesor a las escuelas de Economía y de Administraciòn y Contaduría,
      gracias a las gestiones de uno de mis más entrañables amigos, compañero
      desde las aulas del bachillerato, Rafael Jesús (Chuy) Gutiérrez,
      entonces profesor y Coordinador de la Facultad de Ciencias Económicas y
       Sociales, ante el Director de la Escuela de Economía, Pedro  Esteban
      Mejía, y el Decano, Atilio Romero Urdaneta. El año siguiente empecé a
      dar clases en la Escuela de Educación, y en 1963 en la Escuela de
      Periodismo, después rebautizada de Comunicación Social  a mí siempre
      me ha gustado más el primer nombre , donde me concentré como docente
      en 1967, por recomendación de  mi cardiólogo y viejo amigo Simón
      Muñoz, a raíz de haber sufrido un episodio de isquemia aguda
      (insuficiencia coronaria), lo que vulgarmente suelen llamar  preinfarto,
      y que dejó en mí de por vida una dolencia crónica (cardiopatía). 
       
      En algún momento de mi carrera docente en la UCV dicté también, durante
      un semestre, un curso sobre novela histórica en la Escuela de Letras,
      invitado por la profesora Michèle Ascensio. Y posteriomente dirigí un
      seminario sobre el mismo tema durante un  trimestre, en los cursos de
      maestría en Literatura Hispanoamericana de la Universidad Simón Bolívar,
      invitado por la profesora Carmen Bustillo. 
       
      En agosto de 1970, en medio de la efervescencia de la llamada  Renovación
      Académica, fui electo por la comunidad de la Escuela de Periodismo, y
      luego ratificado por el Consejo de la Facultad de Humanidades y Educación,
      director de la Escuela, cargo en que estuve apenas cinco meses, pues en
      enero de 1970 fui destituido, junto con todos los demás directores de
      escuela, por el entonces decano interventor de la Facultad, mi amigo
      Federico Ríu, quien duró poco tiempo en ese cargo, pues a poco renunció,
      asqueado de lo que estaba ocurriendo bajo el régimen provisional que el
      gobierno  era el primero de Rafael Caldera  había nombrado al
      intervenir la Universidad y destituir al rector, Jesús María Bianco. 
       
      Trabajé en la Universidad hasta 1986, cuando obtuve mi jubilación, a
      partir del 1 de octubre. Pero como para esa fecha estaban los cursos en
      pleno proceso, dicté clases en los que tenía hasta el final del año
      escolar, en enero de 1987. 
       
      Como periodista me inicié muy joven, todavía adolescente. Yo había
      empezado haciendo pequeños periódicos mimeografiados cuando estudiaba
      bachillerato, en el viejo y venerable Colegio Federal de Guanare  hoy
       Liceo José Vicente de Unda, el primer instituto de educación
      secundaria creado en Venezuela, en mayo de 1826, por decreto del gobierno
      de Colombia a instancias directas del Libertador. Pero en marzo de 1946,
      un mes antes de cumplir quince años, me nombraron corresponsal de "El
      Nacional" en Guanare, donde entonces vivía. El director en ese
      momento era el gran poeta y periodista Antonio Arráiz, y el jefe de
      redacción Miguel Otero Silva. Desde ese momento me vinculé a ese periódico,
      hasta el presente. Una vez le dije a Miguel Otero, el más connotado
      miembro de la familia propietaria de ese diario, que yo suponía haber
      sido el más joven periodista que ha trabajado en "El Nacional",
      y me respondió que sin duda lo era. 
       
      En esos inicios tuve un gran maestro de periodismo, Gonzalo Rincón Gutiérrez,
      jefe de la página de provincia, quien también era profesional de la
      docencia y militante, como yo, del Partido Comunista. Gonzalo fue un
      hombre excepcional, como persona, como profesor y como periodista. Cuando
      me vine a Caracas, en 1947, comencé a frecuentar la sede de "El
      Nacional", y allí tuve ocasión de conocerlo muy bien, de hacerme su
      amigo y de aprender mucho de él. Por desgracia Gonzalo murió joven, en Mérida,
      donde ejercía la docencia en la Universidad de los Andes. 
       
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       ELOGIO DE MI PADRES 
       
      
      Mi padre, don Gregorio Márquez Núñez  todo el mundo le decía don
      Goyo, siempre quiso que yo fuese abogado. Él tenía una verdadera pasión
      por el Derecho, seguramente acrecentada por la frustración de no haber
      podido ser abogado. Sus estudios fueron muy elementales. Sólo cursó en
      una de esas antiguas escuelas llamadas "de primeras letras",
      unitarias, es decir, sin grados, donde en dos o tres años el muchacho
      aprendía lo básico: leer, escribir, sacar cuentas y una que otra noción
      de cultura general. Allí tuvo un maestro que debió ser un personaje
      excepcional, porque él lo recordó toda la vida: don Telésforo Merlo, de
      quien hablaba con gran admiración y afecto. Pero mi padre  fue desde
      niño un gran lector, y llegó a hacerse una cultura bastante acceptable
      para el medio y las circunstancias en que vivía. Él era herrero, trabajo
      que ejercìó desde los catorce años, enseñado por su padre, don Benito
      Márquez, que tambén era herrero. Pero durante toda su vida papá combinó
      la herrería con la lectura. Le gustaba estar bien informado, y leìa el
      periódico con vivo interés. El primer diario que yo conocí en casa era
      "La Esfera", cuyo  director, cerrilmente de derecha, era un
      gran  periodista: Ramón David León. Junto con mi padre, me
      acostumbré a leerlo yo también. Pero no podíamos hacerlo todos los días,
      porque a Guanare los pocos periódicos que llegaban los llevaban en el
      camión del correo, que iba tres veces por semana, de modo que cada vez
      llegaban los periódicos con dos o tres días de atraso. En 1943, cuando
      se fundó "El Nacional", el 3 de agosto, mi padre, que siempre
      tuvo ideas progresistas, se cambió al nuevo periódico. 
       
      Eran los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y en casa también  oíamos
      las noticias por la radio. En esa época en Guanare no había luz eléctrica,
      y nos alumbrábamos con velas, lámparas de querosén, de carburo o de
      gasolina. Tampoco se conocían entonces los radios de batería. Pero papá
      había comprado una pequeña planta eléctrica, y de ese modo podíamos oír
      radio, incluso algunas veces de día, cuando había acontecimientos muy
      importantes que jusficasen prender la plantica. Así ocurrió, por
      ejemplo, el 18 de octubre de 1945, cuando derrocaron el gobierno del
      general Isaías Medina Angarita. Un vecino de casa, compadre de mi papá,
      que se enteró del golpe nadie supo cómo, pasó a casa y le dijo a mi
      padre lo recuerdo nítidamente: "¡Compadre, prenda el motor para
      oíir la radio, que cayó el gobierno!". (Para ese entonces, en
      realidad, ya habían montado un estruendoso motor que le daba luz y
      corriente a casi todo el pueblo, pero funcionaba sólo de 6 de la tarde a
      9 de la noche. Para prender aquel aparatoso artefacto se necesitaban seis
      hombres  forzudos, que moviesen los tres enormes volantes que tenía.
      Cuando ya se acercaban las 6, la policía, machete en mano, reclutaba, en
      el mercado o la Plaza Bolívar, los seis hombres para hacer ese trabajo). 
       
      La afición de mi padre a la lectura le permitió saber muchas cosas, y le
      dio fama de hombre sabio y prudente. Desde muy niño él me inculcó ese
      amor a los libros y a la lectura. Él solía madrugar costumbre muy
      propia de los llaneros. A las 4 de la mañana ya estaba en pie, y a las
      cinco me despertaba a mí para que leyera a su lado. (Leíamos, por
      supuesto, a la luz de una lámpara de gasolina, pues prender el motor a
      esa hora hubiera causado la protesta de los demás habitantes de la casa y
      del vecindario, por el ruido que les perturbaría el sueño de la
      madrugada, el más sabroso y reparador). Las mías eran, sin embargo,
      lecturas libres, no orientadas en ningún sentido y sin criterio alguno.
      De modo que yo, a diferencia de la mayoría de los muchachos de mi
      generación, no empecé leyendo libros para niños o jóvenes ni Julio
      Verne, ni Stevenson, ni Salgarias, sino cosas mucho más fuertes, que
      eran los libros que yo encontraba en mi casa, o en una pequeña biblioteca
      pública que algunos jóvenes mayores que yo habían organizado en un
      centro cultural llamado "Rómulo Gallegos", fundado por ellos
      mismos a la muerte de Juan Vicente  Gómez, en diciembre de 1935. El
      primer libro del que tengo un perfecto recuerdo de haberlo leído completo
      era de Máximo Gorki y se titulaba Cuentos de vagabundos.
      
      
   
 
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