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La
literatura infantil argentina |
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Nome do Autor: Graciela Beatriz Cabal |
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escritores@pobox.com |
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Palavras-chave: literatura infantil leitura |
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Minicurrículo: Doutora em letras, escritora, narradora oral, Jurada do Premio Casa de las Américas en el rubro Literatura Infantil y Juvenil (1994, La Habana, Cuba) e Jurada do Concurso de Cuentos sobre Los Derechos del Niño organizado por Amnesty International, 1995, entre outros méritos. Em 2000, recebeu da fundação El libro, o prêmio Pregonero de Honor. Atualmente é vice-presidente da Sociedad de Escritoras y Escritores Argentinos. |
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Resumo: Inventiva resenha escrita com sensibilidade, agudeza e o humor de sempre da autora, sobre a produção literária destinada à infância desde princípios do século XIX até a atualidade. Inclui conceituações de Sarmiento, Borges, Quiroga e outros, sobre a literatura para crianças. Fundamenta importantes críticas às produções didático-moralizantes com tradicional linguagem sexista, e às que querem somente satisfazer o mero interesse comercial se adequam ao ‘español neutro’ exigido por algumas editoras. “La literatura infantil – diz - es literatura antes que infantil; tiene que ver con las palabras, con las profundas resonancias de las palabras y con el juego, la ambigüedad, el misterio. E históricamente la literatura ‘infantil’ fue aquella de la que los chicos se apropiaron, y no la que moralistas y pedagogos elaboraron afanosamente pensando en ‘la infancia’, esa abstracción.” Este texto foi apresentado para 2500 professores, em agosto de 2000, durante Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura que anualmente se realiza em Resistência, cidade do nordeste argentino. |
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Resumen: Ingeniosa reseña escrita con sencillez, agudeza y el infaltable humor de su autora, sobre la producción literaria destinada a la infancia desde principios del siglo XIX hasta la actualidad. Incluye las concepciones de Sarmiento, Borges, Quiroga y otros, acerca de la literatura para niños. Fundamenta importantes críticas a las producciones didáctico-moralizantes con tradicional lenguaje sexista, y a aquellas que por sólo satisfacer el mero interés comercial se adecuan al ‘español neutro’ exigido por algunas editoriales. “La literatura infantil – dice - es literatura antes que infantil; tiene que ver con las palabras, con las profundas resonancias de las palabras y con el juego, la ambigüedad, el misterio. E históricamente la literatura ‘infantil’ fue aquella de la que los chicos se apropiaron, y no la que moralistas y pedagogos elaboraron afanosamente pensando en ‘la infancia’, esa abstracción.” El texto que se publica a continuación, fue expuesto ante 2500 profesores, en agosto de 2000, en el marco del Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura que anualmente se realiza en Resistencia, ciudad del nordeste argentino. |
Allá
por los años 60, la cátedra de Literatura Argentina de la Facultad de
Filosofía y Letras de la UBA, se planteaba como tema: "¿Existe
la literatura argentina?". Más
adelante, originando cientos de seminarios, congresos y
enemistades de por vida, el debate giró en torno a la existencia
o no de la literatura femenina en la Argentina. Hasta
que, alrededor de los 80, el interés se desplazó hacia la literatura
infantil argentina: “¿Existe la literatura infantil argentina?” Pero
antes de entrar en esta cuestión específica, que es la que voy a
abordar, creo que sería bueno interrogarse acerca de la literatura
infantil en general: ¿existe? O, dicho de otro modo: la literatura
infantil ¿es Literatura? Borges
afirma que no. Escandalizándonos como solo él sabe hacerlo, dice, por
ejemplo, en Ficciones: “En aquel tiempo [se refiere a los comienzos del siglo 19] no
había (sin duda felizmente para los niños)
literatura infantil.” Y también: “Quien
escribe para los niños corre peligro de quedar contaminado de
puerilidad” (prólogo a las Obras
Completas de Lewis Carroll). De
muy distinta manera pensaba Stevenson, uno de los autores más amados por
Borges. Stevenson -conocido en Samoa, donde murió, como “Tusitala”,
el contador de historias- se
enorgullecía de ser un “autor de relatos para niños” y vociferaba
contra los que le recomendaban dedicarse a la literatura “seria”. Por
su parte, Michel Tournier considera que
sus obras “para adultos” son apenas borradores de sus obras
para niños. Y cuenta que cuando rehizo su famosa
novela Viernes o los limbos
del Pacífico, aligerándola, agregándole episodios narrativos, haciéndola
más comprensible, se dio cuenta de que, en realidad,
había escrito un libro para niños: Viernes
o la vida salvaje. “Si fuera
por mí, dice Tournier, me
pondría a trabajar de nuevo en mis otras novelas -El rey de los alisos;
Los meteoros; Gaspar, Melchor y Baltasar-, para obtener versiones más
puras, más rigurosas, más diamantinas, hasta el punto de que incluso los
niños pudieran leerlas. Si no lo hago (...) es porque los adultos no leerían
estos libros “para niños”,
y los niños tampoco, dado que ningún editor de “obras
infantiles” aceptaría esas novelas que escapan a sus normas”. Pero
volvamos a nuestro país: ¿existe la literatura infantil argentina? En
un encuentro de escritores organizado hace diez años por el diario La
Nación, la desaparecida escritora Siria Poletti, interrogada acerca
del tema, contestó “(la literatura infantil argentina) aún
no ha logrado perfiles reconocibles pero se está delineando un
estilo". Y Marta Giménez Pastor: "no
me atrevería a decir que tenemos una literatura infantil argentina."
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Un
poco de historia Todavía
no existe una obra publicada
que dé cuenta de la historia de los libros para chicos en nuestro país.
Hay trabajos excelentes, como los de María Adela Díaz Röner, Susana
Itzcovich, Lidia Blanco, Nora Lía Sormani, Malicha Leguizamón, Ruth
Mehl, Sandra Comino, Roberto Sotelo, pero, en general, se refieren a
determinados autores o períodos o problemáticas. Uno de los más
ambiciosos y sistemáticos emprendimientos - de próxima publicación - es
el de María de los Angeles Serrano. Observen
que anteriormente hablé de libros para chicos, no de literatura infantil.
Porque no todo lo que se escribe, se publica y, sobre todo, se vende como
literatura infantil lo es. Y detrás de los libros para chicos, hay, entre
otras cosas, una cuestión comercial, un negocio, un buen negocio me
animaría a decir si comparamos las ventas de libros "para
adultos" con las ventas - muy superiores en cantidad, salvo
excepciones - de libros "para chicos". Pero
esa es otra cuestión, a la que volveremos, que tiene que ver con el
presente. Y nosotros vamos a hacer una breve referencia a los primeros
pasos de los libros para
chicos en nuestro país. Y en esos primeros pasos es difícil hablar de
literatura. Los
libros que leían los chicos (los privilegiados, es decir los menos) en
los comienzos del siglo 19, eran libros - en general didácticos - que
llegaban de Europa. Por suerte para los chicos, sobre todo para la gran mayoría,
que no tenía acceso a los libros europeos ni tan siquiera a la escuela,
estaba la literatura (esa sí, literatura) oral. María
de los Angeles Serrano registra ya a comienzos del siglo 19 una serie de
textos “de origen nacional” para niños, como las fábulas de Domingo
de Azcuénaga, publicadas entre 1801 y 1802 en el Telégrafo
Mercantil. Otros nombres citados:
Felipe Senillosa, Gabriel Real de Azúa y algunos pocos más. Se
trataba, según expresiones de los propios autores, de escritos pedagógicos
y recreativos, composiciones en verso, himnos navideños, canciones
patrias, y, sobre todo, de libros escolares, de lectura, considerados
mucho más necesarios que los libros recreativos. A lo largo del siglo,
escritores como Echeverría, Juan María Gutiérrez, Sarmiento, se
abocaron a esta tarea en textos didácticos y morales, que poco o ningún
espacio dejaban a la imaginación, al humor, al disfrute. (Siempre la
fantasía y la risa fueron vistas como sospechosas, en especial dentro de
los ámbitos escolares.) Y en esto, como en casi todo, las más
desafortunadas fueron las mujercitas. De un libro de 1869, dedicado a la
educación de las niñas, y que fuera usado por mi abuela en la escuela
primaria, rescato el siguiente fragmento:
“El vicio infame de la mentira, de que se sirven las niñas para ocultar
sus defectos, se convierte luego en la perniciosa manía de inventar
historias. Los padres y preceptoras deben, pues, castigar con tanta
severidad a las niñas que forjan cuentos, por inocentes o entretenidos
que sean, como a las que dicen mentiras...” (El tesoro de las niñas, de José Bernardo Suárez) Sarmiento
es, de todos, el más cercano a una concepción moderna de lo que hoy
llamamos “literatura infantil”. Así, en Recuerdos
de Provincia, habla de los ”librotes
abominables”, como la Historia
crítica de España, en cuatro tomos, que le hacía leer su padre,
“ignorante pero solícito de que sus hijos no lo fuesen”. Y
rememora, en cambio, con indudable placer, la “preciosa” historia de
Robinsón que durante unos días su
maestro había contado en clase. Más
cercana a la literatura, aunque sea en la intención (aunque ya sabemos
que nada tienen que ver las intenciones con lo literario), está Juana
Manuela Gorriti, con sus Veladas de la infancia (1878), y Eduarda Mansilla - que aspiraba
nada más y nada menos que a emular a Andersen -, con sus Cuentos (1880). Y es justamente elogiando estos Cuentos,
que dice Sarmiento (y creo que la cita, recogida por Malicha Leguizamón,
todavía debe causar escozor - y pasaron 120 años - en más de cuatro,
que siempre andan buscando el “aprovechamiento”). Porque Sarmiento
defiende los “libros que no enseñan mucho o que nada enseñan, pero en los cuales
la imaginación infantil halla pasto abundante de recreo en el absurdo del
cuento, que no es tal absurdo para el niño, sino muy natural.” Un
caso que me gustaría traer a colación es el de Rosa Guerra, pero no por
sus aportes a la literatura infantil, sino porque es demostrativo de la
estrecha relación (por lo menos en el imaginario popular) entre las
mujeres y los libros para niños. Resulta que la pobre Rosa Guerra, tuvo
la maladada idea de fundar allá por 1852, un periódico - y para peor,
feminista -, La Camelia, que,
respondiendo a su nombre, duró lo que una flor. Porque de lo que menos se
la acusó a Rosa Guerra fue de mujer pública. “Y
hasta habrá tal vez algunos/ que porque sois periodistas/ os llamen
mujeres públicas/ por llamaros publicistas”, decía un diario
de la época en alusión a Rosa y a sus colaboradoras. Y aunque
Rosa, que fuera objeto de burla y persecución por parte de buena parte de
su entorno, siguió escribiendo -novelas, poesías y hasta teatro-, poco antes de morir se ve
que sintió la necesidad de lavar su reputación, porque fue entonces que escribió un libro para niños (más
tranquilizador aún, para niñas): Julia
o la educación. Como dije alguna vez : “una mujer pública jamás
de los jamases podría escribir un libro para niños. En cambio una señora,
una verdadera señora de su casa, una
mujer privada, sí que puede”. |
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En
general hay acuerdo en considerar a Ada María Elflein (1880-1919), autora
de Leyendas argentinas
para niños, como la primera escritora nacional para la infancia. Pero
es el rioplatense (como llamamos los argentinos a los uruguayos
prestigiosos) Horacio Quiroga (1879-1937), quien por la excelencia
y originalidad de su escritura merece dentro de esta reseña un
lugar especialísimo. De todos los nombrados hasta ahora, Quiroga es El
Escritor, “incluso para niños” - como diría Tournier - que llega a
escribir excelentes cuentos para niños que hoy algunos desecharían por
“políticamente incorrectos”, desde el punto de vista de la ecología.
Otros
nombres de peso y ya cercanos en el tiempo (por lo menos mi
tiempo): Conrado Nalé Roxlo
(1898-1971), José Sebastián Tallon (1904-1954), Enrique Banchs
(1888-1968), Alvaro Yunque (1889-1982), José Murillo (1922-1997). Y permítanme
un recuerdo - que no tiene tanto que ver con la literatura sino con su
persona - para Pepe Murillo, que era jujeño, maestro, escritor, que fue
alfabetizador en Cuba, y que, en 1978, firmó una de las primeras
solicitadas contra la dictadura militar de Jorge Videla, demostrando una
vez más que la literatura, incluida la infantil,
es “oficio peligroso”. Que
estas cosas permanezcan en la memoria de todos, en especial de los más jóvenes,
es bueno y conveniente. Y acá hay muchos jóvenes. Por eso quisiera hacer
referencia, una vez más, a la situación por la que atravesó nuestro país,
nuestra cultura, la literatura - también la llama da
"infantil"- durante los años de la última dictadura militar.
Desde las listas negras, la prohibición y la quema pública de libros,
hasta la persecución y el asesinato de miles de personas, entre las que
había escritores, editores, dibujantes, artistas y gente de la cultura
en general. Algunos
ejemplos muy conocidos referidos a la literatura infantil: la prohibición,
en 1978, de La torre de cubos, de Laura Devetach, por su ilimitada fantasía
(atención) y porque se suponía criticaba cosas sagradas como la
propiedad privada y el principio de autoridad (en uno de los cuentos, por
ejemplo, había un árbol, el árbol de Bartolo, que en vez de hojas daba
cuadernos. Y Bartolo los regalaba a los chicos pobres del pueblo,
atentando, claro, contra los intereses del Vendedor de Cuadernos, y el
principio de autoridad y los valores tradicionales de nuestra cultura, y
la sagrada familia, etcétera, etcétera). Otro ejemplo, el de Un
elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Isabel Borneman, acusado de
incitación a la huelga... Muchísimos
libros fueron prohibidos, secuestrados y/o destruidos debido a lo
sospechoso de sus títulos: así ocurrió con La
cuba electrolítica, El cubismo, La revolución
surrealista, El problema del niño zurdo y otros (cosa que ahora puede
sonar desopilante, pero que en su momento les aseguro que no). Fue
también en 1978 que, después de detener a catorce empleados y de
clausurar los depósitos de una prestigiosísima editorial que tenía a
Boris Spivacow, un editor como no hubo otro, a la cabeza - el Centro
Editor de América Latina, conocido en el ambiente editorial como La
Escuelita, pionero en casi todo, también en la literatura infantil -, se
produce la quema de toneladas de libros. Los libros comenzaron
a arder exactamente a las tres de la tarde, en unos baldíos de
Avellaneda. Y ardieron durante varios días, ante los ojos azorados de la
gente, en especial de los chicos. Y entre esos libros se encontraban, por
ejemplo, todos los tomos de La Nueva
Enciclopedia del Mundo Joven, dedicado a los niños y jóvenes, que
estuvo a cargo de escritores, científicos y especialistas del más alto
nivel y que, según mi opinión, aún hoy no ha podido ser superada.
Recuerdo ahora algunos libros del Centro Editor prohibidos por
"exceso de antirracismo". Maravilloso. (Tan maravilloso como el
exceso de fantasía de La torre de
cubos...) Quema de libros que no fue la primera ni, lamentablemente,
será la última, porque, como dice H. Ecco, la destrucción de libros
supone la destrucción del Dios del enemigo: su memoria. |
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Pero
volvamos a esta breve reseña de la literatura infantil. El
gran vuelco, el vuelco fundamental, se
produce con Javier Villafañe (1909-1996) y con María Elena Walsh. Al respecto dice María Elena en la nota de La Nación que mencioné antes: "Lo
infantil, al caer en manos de algunos escritores cultos o de docentes
olvidados de la infancia real y concreta, se contaminaba de contenidos
extraliterarios. Mi aporte fue consciente sólo en el querer usar el
lenguaje como juego. De ello hay antecedentes en la literatura popular. Yo
no estaba inventando nada, sólo recuperándolo." Y Javier
Villafañe, el jovencísimo Villafañe, con sus apenas 81 años, dice: “Yo
no creo en una literatura para niños, creo en el cuento, creo en el títere.
El chico escapa de lo que le preparan los grandes que ya se han olvidado
de ser chicos y les fabrican una literatura relamida y pegajosa.” Después
de Javier y María Elena vendría
otra pionera, Laura Devetach, cuya obra
anticiparía -según María Adelia Díaz Rönner - la tarea de los
escritores de los 80 - Graciela Montes, Ema Wolf, Silvia Schujer, Gustavo
Roldán, Ricardo Mariño, yo misma -, escritores a quienes Díaz Rönner
identifica como "la banda de los Cronopios", "una
banda implacable, poco complaciente y cada vez más comprometida con el
oficio de escribir
-, de lectores de Borges, de
Cortázar, de Macedonio Fernández, de García Márquez, y también de
Barthes, de Derrida, de Todorov." Ciertamente,
antes de los 80 hay muchas
otras figuras, como María Granata, Ana
María Ramb, Siria Poletti, pero
la elaboración de una lista no es la intención de este trabajo. Sí debo
mencionar a Elsa Bornemann (fenómeno de ventas, nuestra Joanne Rowling
vernácula), que se recorta en
este panorama y resulta difícil de ubicar, ya que,
aunque es muy joven (nació en 1952, y todo aquel que tenga menos
de 60 años para mí es muy joven), por la época en que
comienzan a publicarse sus primeros libros está más cerca de Laura
Devetach y hasta de María Elena que de los Cronopios de los 80. Otra
figura que de algún modo se diferencia del resto es Ana María Shua,
generacionalmente cercana a Bornemann, pero que viene de la literatura
para adultos y empieza a
publicar para niños y jóvenes recién en 1988. En
efecto, es a partir de los 80, y sobre todo con la llegada de la
democracia, que en la
literatura infantil argentina se produce lo que podríamos considerar un
boom, un notable crecimiento en cuanto a cantidad, calidad, variedad de géneros,
con autores y autoras como Perla Suez, María Teresa Andruetto,
Cristina Ramos, Graciela Pérez Aguilar, Adela Basch, Canela, Horacio
Clemente, Graciela Falbo, Iris Rivera, Lilia Lardone, Lucía Laragione,
Estela Smania, Luis María Pescetti, Alma Maritano, Pablo de Santis,
Marcelo Birmajer, Jorge Acame y tantos otros. Es
por esta época que aparecen editoriales dedicadas especialmente a la
literatura infantil y juvenil. Otras comienzan a poner el mayor esfuerzo
económico y humano en los libros para chicos y jóvenes.
Y eso no solo con las publicaciones sino a través de ferias,
seminarios, talleres, valijas viajeras, etc. También
en estos años se fundan instituciones dedicadas a difundir la buena
lectura entre niños y jóvenes; organizaciones sin fines de lucro que
realizan actividades de capacitación docente, fundan bibliotecas, llegan
con el libro a lugares donde el libro nunca había llegado, organizan
encuentros nacionales e internacionales, instituyen premios, investigan,
muchas veces en colaboración o desde las universidades, en forma
independiente o en relación con organismos internacionales. Esta es la
tarea de Cedilij, de Córdoba, que publica la excelente revista Piedra
Libre; Alija, Sección Nacional del IBBY, de Buenos Aires;
Ce.Pro.Pa.Lij, del Comahue, por nombrar algunas. Otros
hechos que hay que destacar: La
literatura infantil y juvenil entra en la escuela para quedarse, y eso a
través de sus principales mediadores: maestros y bibliotecarios. Los
congresos de “literatura seria” empiezan a asignarle un lugar
importante a la literatura infantil.
Y en esto, como en tantas otras cosas, un
pionero entusiasta fue
Mempo Giardinelli quien, además, hace que de su inolvidable Puro
Cuento nazca el Puro Chico. En
1984 la Dirección Nacional del Libro organiza el Plan Nacional de
Lectura, que queda a cargo de esa persona desmesurada
y magnífica que es Hebe Clementi. El Plan llega con libros y con personas
especializadas - escritores, plásticos, guionistas, etc.- a los puntos más
distantes del país, permitiéndonos a los talleristas, en su mayoría
mujeres, abandonar todo el tiempo
los hogares llenos de caños rotos y de hijos adolescentes con problemas
de conducta, sin culpa y encima trabajando, cosa de llevar el pan a la
mesa. Algunas cifras: el Plan de Lectura, que fuera suspendido en 1989 y
que ahora, por fortuna, se está intentando reeditar, realizaba entre 60 y
70 viajes por mes, visitando más de 300 localidades (muchas en zonas de
frontera) y con alrededor de 10.000 talleres. La
Dirección General de Bibliotecas Municipales de Buenos Aires - y acá la
responsable es Josefina Delgado, actual vicedirectora de la Biblioteca
Nacional - crea, reestructura y reequipa, centrando sus esfuerzos en
lugares normalmente desprotegidos, gran cantidad
de bibliotecas infantiles, dotándolas de material nuevo,
especialmente seleccionado. Y ese trabajo, en mayor o menor medida, se
repite en el resto de las provincias. En
todo el país se multiplican los congresos, encuentros y ferias
infantiles. Y
a fines de la década (1989) se comienza a realizar en Buenos Aires la
Feria del Libro Infantil y Juvenil (La Feria Chica, como se la conoce),
que ya va por la 11ª edición y es un verdadero acontecimiento cultural. En
fin, que el impulso que en
tantos frentes recibió la literatura infantil a partir de los 80 no
parece haberse detenido. Todo lo contrario. Quedan
varios temas por tocar. *El
de la importancia de la entrada de la literatura infantil en la escuela. Y
también el del riesgo que
implica: la escolarización de lo literario, con su búsqueda de lo útil
y aprovechable. *
El de la relación entre texto e imagen en los libros infantiles, sobre
todo en los destinados a los más pequeños. *
El de los temas tabúes, lo políticamente correcto, la censura (de
editoriales, mediadores -maestros, bibliotecarios, padres-, y, la peor, de
los propios autores). *
El de la literatura juvenil. Porque la pregunta de los 90 sería: ¿Existe
la literatura juvenil argentina? (Estamos hablando de un género, si
es que lo vamos a reconocer como tal, que tiene sus fanáticos, sus
propias colecciones de ventas masivas, y con nombres tales como Pablo de
Santis y Marcelo Birmajer.) *
El de la posibilidad de hablar de ciertos grupos literarios, como el que Díaz
Rönner bautizó de los Cronopios, que diera origen a la revista La Mancha, papeles de literatura infantil y juvenil, fundada
en 1996 y que ya va por el nº 11. *
El de la relación entre la
literatura infantil y la alfabetización. *
El del perfil de niño lector
. *
El de los escritores “para niños”, que en los últimos años se han
lanzado a escribir libros para adultos, en especial novelas (siendo que el
género tradicional de la literatura infantil es el cuento) y ensayos:
Graciela Montes, Lilia Lardone, Perla Suez, yo misma. *
El de los escritores “para adultos”, que escriben libros para niños:
Silvina Ocampo, Siria Poletti, María Granata, Marco Denevi, Griselda
Gambaro, Pedro Orgambide, Héctor Tizón, Osvaldo Soriano, Mempo
Giardinelli. (He nombrado a Soriano, autor de El negro de París, y a Mempo, autor de Luli. Y no puedo dejar de preguntarme ¿cuál será la extraña
relación que los gatos establecen con los escritores? Porque son los
gatos lo que eligen a los escritores, no al revés. Pensemos en Silvina
Ocampo, Borges, Chandler, Ema Wolf, María Granata, Luis Sepúlveda, yo.
He estado investigando, y no sucede lo mismo con otras actividades: los
gatos permanecen indiferentes frente a los dentistas o a los buzos, por
ejemplo. Y huyen despavoridos frente a los banqueros y a los generales, lo
vi con mis propios ojos.. Qué misterio. Pero es cierto lo que dijo
Soriano: “Todos los escritores con
corazón se han ganado un gato que los sigue y los protege” Y
“Un escritor sin gato es
como un ciego sin lazarillo”? Quede claro que cuando digo “gato”
me refiero a la especie felis catus,
de la familia felidae.) *
El del uso del “español neutro” como condición
para entrar al mercado. Y aquí me gustaría detenerme porque ésta
es una situación que a los escritores nos atañe muy de cerca. Se trata
de la “sugerencia”, de parte de algunas editoriales, de que escribamos
en un "español neutro", un español - nos dicen - asequible
para todos, cosa que implicaría la posibilidad
de ventas masivas fuera del país. Ahora
bien: ¿Qué se quiere decir cuando se habla de un "español
neutro"? Primera respuesta que me viene a la boca: un español sin
sal y sin sangre, una lengua híbrida, falsa, artificial. Y
con una lengua híbrida, falsa, artificial, ningún escritor puede hacer
literatura. Quizá se puedan hacer textos didácticos (yo ni siquiera
textos didácticos), pero literatura jamás. Porque
resulta que la literatura se hace con palabras entrañables por sus
resonancias, con palabras que nos llegan de muy atrás, de muy adentro:
las de la infancia. Para nosotros, los argentinos, son los fósforos,
no las cerillas; las bombachas, no las bragas; los corpiños, no los
sostenes... Nos encantan las cerillas, las bragas, los sostenes en la
boca o en los libros españoles, porque tienen la sal y la sangre de las
palabras propias de los españoles. Pero nos suena muy falso y nos da risa
y nos da pena y nos da rabia cuando al muy argentino sapo de Gustavo Roldán
le hacen decir: "¡Pardiez!",
en lugar de "Ñandubay y pitogüe";
"¡Puf, chaval", en
lugar de "¡Puf, chamigo";
o "flor vistosa" en
lugar de "mburucuyá"... Es
verdad que, para entender un texto, hay que conocer las palabras. Pero ¿acaso
los chicos no aprenden a hablar en un ambiente donde los significados de
las palabras son entendidos a través de los contextos y las situaciones
vitales? ¿Acaso los chicos no aprenden a hablar escuchando una lengua que
está viva, y que porque está viva, cambia? Y
esto no ocurre solo con el mercado español. Pensemos
en los países y las editorialesde América Latina. Si
en un texto colombiano leemos que "se bailó un merengue", ningún
chico argentino va a pensar en la riquísima masita de clara de huevo
batida y dulce de leche (argentinísimo), sino en algún baile. Además
están los glosarios o vocabularios, que algunos se negarán a leer porque
uno de los encantos de la literatura es no entender todo lo que se dice, y
las palabras demasiado
explicadas se quedan como vacías, según opinaba el poeta Antonin
Artaud, que algo de esto sabía: “La obsesión por la palabra clara termina secando la palabra” Entonces
yo me pregunto ¿acaso con la incorporación de regionalismos no estamos
propiciando el acercamiento a otros países a través de lo que le es más
entrañable
a un país: su lengua? En
definitiva: creo que de lo que se trata no es de preservar la pureza del
idioma (¿qué pureza? ¿qué idioma?), sino de entrar al mercado o
quedarse al margen, de vender libros o de no venderlos, de aceptar o no
aceptar las reglas del juego. ¿Y la literatura? Bien, gracias. Porque,
¿quiénes son los que ponen las condiciones?,¿quiénes fijan las reglas
del juego? Los que tienen el poder, los que tienen "la
sartén por el mango y el mango también", como diría María
Elena Walsh en un purísimo y nada académico idioma de los argentinos.
Tan poco académico como el de los tangos, que, aunque iban sin glosario
ni nada se impusieron en todos lados diciendo cosas tan misteriosas como
"percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida". Y
conste que esto del español neutro no solo afecta los libros para chicos
sino también la literatura para adultos. Pero es en la literatura
infantil, que sigue pegada a la educación, donde la situación es mucho más
seria. Sobre todo si consideramos que casi todo lo que rodea a nuestros
chicos cada vez lleva más la impronta de otras músicas, de otros juegos,
de otras costumbres, de otras fiestas. “Un pueblo vencido puede conservar la esperanza mientras no haya perdido su lengua”, dijo Montesquieu. Convendría recordarlo.
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Algunas
conclusiones
Entonces
¿existe la literatura infantil argentina? Yo digo que sí, que existe, y
que goza de excelente salud, sin necesidad de tener que legitimizarse como
tal. Pero también creo, como dije antes, que no todo lo que se escribe,
se publica y se vende como literatura infantil lo es. Lo
hemos repetido hasta el cansancio pero nunca resulta suficiente: la
literatura infantil es literatura antes que infantil; tiene que ver con
las palabras, con las profundas resonancias de las palabras y con el
juego, la ambigüedad, el misterio. E históricamente la literatura
"infantil" fue aquella de la que los chicos se apropiaron, y no
la que moralistas y pedagogos elaboraron afanosamente pensando en "la
infancia", esa abstracción. Es Pinocho
y no la Gramatica de Gianetino (ambas
de Collodi); es La bella y la bestia
y no El triunfo de la verdad
(ambas de Madame de Beaumont); es Como
si el ruido pudiera molestar, de Gustavo Roldán, y no La vida espiritual, de Constancio C. Vigil. Claro
que hay autores que, cuando escriben, no solo piensan en la infancia, en
los chicos: piensan en la escuela, en el currículo, en los CBC de la EGB
de la LFE... (Pero esos autores se van a ir directo al infierno, al décimo
círculo, que es más o menos reciente y está a cargo de la Porota
Albaytero, mi maestra de Inferior, donde solo se leen - en voz alta y con
los pies en perfecto ángulo recto y diferenciando la b labial de la v
labiodental y aspirando la h - libros con mensaje y moraleja, de esos que dejan mucha enseñanza.) También
es cierto que hay algunos que creen que la literatura infantil no es cosa
de escritores y de escritoras, sino de madres, de maestras, de señoras
bien intencionadas. Y que poco o nada tendría que ver con las palabras,
con la escritura, con el estilo, y mucho con el amor, el deber, el
apostolado. ¿Acaso una autora muy reconocida no llegó a decir públicamente
que ella escribía "por una
vocación de servicio a la infancia”? Ningún escritor escribe de
verdad por una vocación de servicio a nadie (salvo a sí mismo, acaso a
sus antepasados: de la literatura como rendición de cuenta a los
antepasados hablaba el poeta Robert Browning). Los
escritores escribimos porque no podemos hacer otra cosa; porque tenemos
monstruos que dejar salir; para que nos quieran, como García Márquez;
por no tolerar la vida, y en ese caso, mejor escribirla que vivirla, como
Pavese. En mi caso escribo para conjurar los temores de la infancia, para
poner orden en mi confusión interior, para reparar viejas heridas, para
no volverme loca, para buscarme en las palabras, para saber quién
soy, para ahuyentar la muerte jugando con la muerte, para salvar de la
muerte las cosas que quiero. Por
eso cada vez estoy más convencida de que la división entre literatura
infantil y literatura para adultos, o Literatura con mayúscula, es una
falsa división. Y, aunque reconozca ciertas marcas del género, en lo
posible evito hablar de literatura infantil y también de literatura
juvenil, salvo por cuestiones de claridad expositiva. Y
si hablo, como en este caso, me refiero a
literatura de verdad, escrita por escritores de verdad, con
palabras de verdad, no con palabritas. Una literatura que no admite
recetas ni concesiones ni buenos propósitos ni modales elegantes. Como
dije en una oportunidad, todos los escritores son tipos de cuidado, bombas
de tiempo son. Nunca se sabe con ellos. Y que nadie se haga ilusiones: los
que también escribimos para chicos somos tan peligrosos y tan locos como
los otros. A veces más. Y
volvamos a Borges. Cuando él se niega a considerar la literatura infantil
como Literatura y habla de puerilidad, está pensando en La
vida espiritual, La Gallina
Cocoquita y cosas de ésas. Pero ¿qué pasa con Alicia
en el país de las Maravillas, por ejemplo? Aunque no lo explicite, Borges piensa que los libros de Alicia no son para niños.
Y eso porque pueden
ser “leídos y releídos en
muy diversos planos”,
es decir, porque son Literatura. Escuche,
Borges: Alicia... es
literatura infantil, un libro “incluso
para niños”. Acaso no para todos los niños, pero tampoco para
todos los adultos. Y es literatura infantil por dos motivos: porque es
Literatura y porque de él se apropiaron los niños, que es la única
definición, para mí, válida. Esta
es la “literatura infantil” en la que yo creo: la que puede ser leída
en varios planos; la que no pretende enseñar, aunque lo haga por añadidura;
la que exige poner el cuerpo, desechar los caminos ya transitados,
arriesgarse, apostar, lanzarse al vacío. Y
para terminar, un cuentito de El
libro de los abrazos, de Eduardo Galeano, donde
se demuestra que los más entendidos en literatura infantil y en no
dejar que les pasen gato por liebre son los propios chicos. “Ella
estaba sentada en una silla alta, ante un plato de sopa que le llegaba a
la altura de los ojos. Tenía la nariz fruncida y los dientes apretados y
los brazos cruzados. La madre pidió auxilio. -Cuéntale
un cuento, Onelio -
pidió
-. Cuéntale tú, que eres
escritor. Y
Onelio Jorge Cardoso, esgrimiendo una cucharada de sopa, comenzó su
relato: -Había
una vez una pajarita que no quería comer la comidita. La pajarita tenía
el piquito cerradito, cerradito, y la mamita le decía: “te vas a quedar
enanita, pajarita, si no comes la comidita”. Pero la pajarita no hacía
caso a la mamita y no abría su piquito. Y
entonces la niña lo interrumpió: -Qué
pajarita de mierdita –
opinó.”
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Bibliografía consultada Cabal,
Graciela, Mujercitas ¿eran las de
antes? y otros escritos, Buenos Aires, Sudamericana, 1998 Cabal,
Graciela, Ricardo Mariño y otros,”De qué hablamos cuando hablamos de
literatura infantil”, Revista La
Mancha nº1, Buenos Aires, 1996. Cotroneo,
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de Leguizamón, María L., “Breve historia de la literatura infantil
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Rönneer, María Adelia, Cara y cruz
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Rönner, María Adelia, “Breve historia de una pasión argentina: la
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La Mancha nº1, Buenos Aires, 1996 Garner,
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Buenos Aires, Libros del Quirquincho, 1990 Serrano,
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de artículos estractados y traducidos de los mejores autores,
i publicada para servir de texto de lectura en los colejios y
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Buenos Aires, 1869, Imprenta tipográfica de Pablo Coni. Tournier, Michel, “¿Existe una literatura infantil?”, Correo de la Unesco, 1982, reproducido en Revista La Mancha nº 1, Buenos Aires, 1996
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