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       Electra en Quisqueya  | 
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| Nombre del Autor: Luisa Campuzano | ||
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       luisacampuzano@hotmail.com  | 
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       Palabras clave: tragedia - literatura femenina - mito  | 
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       Minicurrículo: Profesora titular de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana (1966-2000), dirige desde 1994 el Programa de Estudios de la Mujer de la Casa de las Américas. Ha impartido cursos y minicursos en la UFRJ, UFF, USP y UFMG, y ha publicado artículos en libros y revistas editados por estas universidades.  | 
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       Resumo: A relação entre o Caribe e o Mediterrâneo e, particularmente, entre espaços e conflitos caribenhos contemporâneos, e a Grécia também contemporânea, a través da re-escritura como palimpsesto de grandes mitos e obras literárias da Hélade, resulta em maior interesse quando é abordada por mulheres, já que dadas algumas características da literatura feminina da segunda metade do século XX, os nexos que se estabelecem nestes textos são muito surpreendentes e inquietantes, como também muito subversivos.  | 
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       Resumen: La relación entre el Caribe y el Mediterráneo y, particularmente, entre espacios y conflictos caribeños contemporáneos, y la Grecia también contemporánea, a través de la reescritura como palimpsesto de grandes mitos y obras literarias de la Hélade, resulta del mayor interés cuando es abordada por mujeres, ya que dadas algunas características de la literatura femenina de la segunda mitad del siglo XX , los nexos que se establecen en estos textos no sólo son muy sorprendentes e inquietantes, sino también muy subversivos.  | 
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La
configuración y ubicación geográfica del Caribe y del Mediterráneo, la
heterogeneidad de los pueblos que han vivido y viven en sus riberas, así como
algunos de los rasgos definitorios de las civilizaciones formadas en sus cuencas,
principalmente su sincretismo y, a la vez, su multiculturalismo, han permitido
establecer comparaciones y correspondencias, explícitas o tácitas, entre estos
dos grandes espacios de fundación, por lo demás también muy diferentes. 
 Estos nexos trasatlánticos han encontrado expresión privilegiada en todos los registros de las letras desde los días del descubrimiento, cuando los manatíes son confundidos con sirenas por Cristóbal Colón -¿nuevo Ulises, nuevo Jasón, acaso el senequeano Typhis con quien lo hace identicarse Carpentier en El arpa y la sombra ?       
Para
comenzar por el principio, por el “pater
Homerus”, entre las decenas de ejemplos que pudiéramos presentar, dos
muestras muy cercanas y de bien diverso carácter, colocadas en contrapuestos
polos discursivos del inmenso arco intertextual que une a ambos mares, podrían
ser el gran poema Omeros (1990),
de Derek Walcott, y la Odilea, de Francisco Chofre, un valenciano que
escribió en "cubano" una desternillante parodia del texto homérico -la
cual fue mención del Premio Casa de las Américas en 1966.             
Pero esta relación entre el Caribe y el Mediterráneo y,
particularmente, entre espacios y conflictos caribeños contemporáneos, y la
Grecia también contemporánea, a través de la reescritura como palimpsesto de
grandes mitos y obras literarias de la Hélade, resulta del mayor interés
cuando es abordada por mujeres, ya que dadas algunas características de la
literatura femenina de la segunda mitad del siglo XX -a las que nos referiremos
más adelante-, los nexos que se establecen en estos textos no sólo son muy
sorprendentes e inquietantes, sino también muy subversivos; lo que en no pocas
ocasiones se exhibe como decidida voluntad de afirmación de esta relación
transatlántica y, al mismo tiempo, como muestra del espíritu transgresor con
que se apela a ella en función de subvertir la cosmovisión patriarcal
consagrada por la tradición clásica.  Tres
ejemplos muy evidentes, aunque no hagamos más que citar sus títulos, se
encuentran en Homérica latina (1979), de la argentino-colombiana Marta Traba
-autora a la que volveremos más adelante-, El
miedo de perder a Eurídice (l979) de la cubano-mexicana Julieta Campos, y Papeles
de Pandora (1976), de la puertorriqueña Rosario Ferré.  Por tanto, no puede extrañarnos que Escalera para Electra, novela de la más importante escritora dominicana del siglo XX, Aida Cartagena Portalatín (1918-1994), no sólo haya sido materialmente escrita a fines de los sesenta entre Atenas y Santo Domingo, sino que a comienzos del primer capítulo su protagonista narradora, una dominicana estudiosa del arte que lleva varias semanas recorriendo Grecia, mientras pone por escrito sus comentarios de diverso carácter sobre la tragedia de Eurípides a cuya representación acaba de asistir, diga lo siguiente: “Dos Electras para un cerebro es un tumulto. Electra en tierras de Agamenón. También en la historia de una familia amiga de la nuestra. Electra nació en mi pueblo.” (Cartagena, 5-6)  | 
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    Por otra parte, si revisamos no sólo la literatura
    antillana, sino también otras literaturas hispanoamericanas, nos
    encontramos con que el mito de Electra es uno de los que se ha prestado a más
    reelaboraciones, y que la mayoría de ellas se deben a escritoras. 
    Recordemos
    brevemente algunas, como la memorable "Electra en la niebla"
    (poema inédito hasta 1991), de la chilena Gabriela Mistral, "Retorno
    de Electra" (1984), de la mexicana Enriqueta Ochoa, la Electra de Las
    andariegas (1984), de la colombiana Albalucía Angel, o Electra,
    Clitemnestra (1986), de la cubana Magaly Alabáu, sobre las que
    volveremos más adelante.           
    Pero de momento conviene detenernos en algunas de las
    razones por las cuales la escritura femenina del siglo XX se interesó tanto
    en los mitos clásicos.   Como
    prefiero repetirme que citarme, insistiré, con casi idénticas palabras, en
    lo que he dicho en otras ocasiones.           
    La escritura femenina de las últimas décadas,
    incluida la latinoamericana, se caracteriza por un espíritu transgresor,
    subversivo, contestatario, que se expresa en una praxis polémica. 
    Entre los
    objetivos fundamentales de sus autoras ha estado la revisión y reformulación
    de las imágenes de las mujeres acuñadas a lo largo de siglos por el
    discurso patriarcal.  Pero
    aunque se ha insistido en cómo esto implica una “intervención crítica,
    y por lo tanto paródica, en el ‘paisaje textual’ preexistente” (Sklodowska,
    144), sin embargo, no se ha reparado lo suficiente en el hecho de que parte
    de la revisión y subversión promovidas por las escritoras latinoamericanas
    contemporáneas ha tomado como blanco y, simultáneamente, como fuente, la  antigüedad
    clásica, lo que era de esperar habida cuenta del peso que el pensamiento y,
    en general, la cultura grecolatina han tenido en la construcción de  la
    subalternidad femenina.         
    Emprendida
    desde la perspectiva metodológica de una estudiosa de las letras femeninas
    hispanoamericanas con formación de filóloga clásica, mi indagación sobre
    este tema, comenzada hará dos años, dista mucho de aspirar a constituirse
    en un inventario de “influencias” o de “deudas” de esas autoras con
    el mundo grecolatino.  Por lo
    contrario, su objetivo es descubrir la inteligencia con que las escritoras
    contemporáneas de la América Latina se han empeñado en volver a tejer con
    otros diseños los hilos de tramas antiguas y ‑en cierta medida‑
    ajenas, o a tomar algunos de sus motivos para sus propias telas; es decir,
    desentrañar el modo en que Eco da nueva forma y nuevo sentido al discurso
    del siempre autorreflexivo Narciso.          
    Es,
    pues, tanto teniendo en cuenta la relación entre las culturas del Caribe y
    las del Mediterráneo, como los objetivos de mi trabajo sobre la presencia
    de la tradición clásica en la escritura femenina latinoamericana, que
    vuelvo a la lectura de Escalera para Electra, retomándola más o
    menos donde la había dejado, es decir, en sus primeras páginas.         
    La
    protagonista narradora de esta novela eminentemente experimental
    ‑finalista en 1969 del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral‑,
    es una mujer que, nacida y formada en la periferia de la periferia, en uno
    de los países más pobres del Caribe, y consciente de su pertenencia a este
    medio, se mueve, sin embargo, en el espacio de la “alta” cultura, a la
    que hace permanente referencia a todo lo largo de un relato marcado por una
    gran -y en buena medida, caótica- densidad intertextual. 
    Así da pormenorizada y valorativa cuenta de sus curiosas y eruditas
    andanzas por Grecia, intercalando digresiones tanto sobre el arte y la
    literatura como sobre la  gastronomía
    y los licores de la Hélade, al tiempo que metatextualmente comenta la
    “biografía” de su Electra quisqueyana, la que está escribiendo durante
    este viaje con la finalidad de enviar el texto a su editor europeo antes de
    regresar a Santo Domingo.  Cada
    uno de los treinta capítulos de que consta la novela incorpora al
    principio, al final o en cualquier otra parte, sin ninguna motivación
    evidente o comentario, tanto pasajes de una o más escenas de la Electra
    de Eurípides, como los textos de tarjetas postales, cablegramas o cartas
    que la protagonista narradora escribe a distintos destinatarios. 
    Ella discurre en torno al arte de novelar en general o se detiene, en
    particular, en la poética del nouveau roman y los postulados de
    Alain Robbe-Grillet o de Claude Simon, e igualmente trata con detenimiento,
    pero siempre irónicamente, otros aspectos de la cultura contemporánea, los
    grandes cambios de todo tipo que se están produciendo hacia fines de los 60
    -Viet Nam, LSD, píldora anticonceptiva-. 
    Pero,  sobre todo, es de
    la mayor trascendencia en relación con nuestro análisis, pues este 
    no sólo será la cornisa referencial que codifica la trama, el
    paralelo que va desarrollando entre la vida política griega y dominicana
    contemporánea a través de la comparación -también irónica- de los
    respectivos regímenes dictatoriales -el de Trujillo y el de los coroneles-
    y su aparato militar, del intervencionismo norteamericano, de los parecidos
    grados de miseria, de la emigración, en fin, de todo lo que en aquellos
    tiempos -y tratándose de Grecia, en buena medida también en estos- permitía
    una identificación de la periferia europea con el tercer mundo. 
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    En
    este contexto sin dudas contestatario, provocador, crítico, alcanza mayor
    relevancia la transgresión del mito clásico que opera la autora al
    identificar a la “biografiada” por la protagonista narradora con
    Electra.  Resumamos, pues, los
    aspectos más significativos, como “novela familiar”, del mito, a fin de
    hacer más evidente su subversión cuando lo comparemos con la historia que
    se inserta en la novela.         
    De
    acuerdo con cualquier diccionario mitológico al uso lo que sigue es lo
    fundamental: Electra, hija de Agamenón y Clitemnestra, después del
    asesinato de su padre por Egisto -quien se había convertido en amante de su
    madre mientras Agamenón estaba en Troya- y por ésta, logra escapar de la
    muerte y salvar a su hermano Orestes, pero es tratada como una esclava o
    casada con un campesino.  Cuando
    pasados algunos años regresa su hermano, con el fin de vengar la muerte de
    su padre, Electra se encuentra con él y lo ayuda a ejecutar la muerte de
    Egisto y de Clitemnestra, por la que él pena hasta ser perdonado por Atenea.  
             
    Lo que cuenta la novela de Cartagena en algo se acerca, pero en mucho
    se aleja del mito.  Don Plácido,
    el hombre más rico del pueblo gracias a su matrimonio con Rosaura, de la
    que tenía dos hijos pequeños, se pasaba la vida fuera de su casa, en
    juergas y parrandas, y uno de sus peones, apenado por la tristeza, soledad y
    trabajos de Rosaura, la ayudaba y jugaba con los niños. 
    Celoso, Plácido decidió que los niños no eran suyos, sino del peón,
    se los quitó a la madre y los envió a la abuela materna, mató impunemente
    al peón y encerró a Rosaura, a la que forzó para que le diera
    descendencia que sin dudas fuera de él. 
    Así nació Swain -que en inglés es un sustantivo y adjetivo
    masculino que significa zagal, galán, amante, enamorado-, nombre que le
    puso una de las empleadas de la casa -que antes había trabajado con
    americanos-, a la niña fruto de esta violencia, la que fue educada por el
    padre en el odio a su madre y a todo lo relacionado con ella, incluyendo su
    abuela y hermanos.  Pasado el
    tiempo y muertos el más pequeño de los hermanos y la abuela, que dejó su
    propiedad en herencia a Rosaura, ésta intentó irse a vivir 
    con el hijo sobreviviente, pero Swain lo había enemistado con ella. 
    Casualmente un muchachito de la finca descubre que Swain y Plácido
    tenían relaciones incestuosas y busca la forma de que Rosaura los vea. 
    Rosaura mata a Plácido y no es descubierto su crimen gracias a la
    complicidad de todos. Pasado el tiempo y habiendo dividido la vivienda entre
    ambas, mientras que Swain se entrega a cualquiera, Rosaura tiene relaciones
    estables con el médico, de quien queda embarazada. 
    A punto ya de parir, Swain intenta quitarle a su amante y, como no
    puede, ocasiona la muerte tanto de su madre como del bebé. Después se reúnen
    ella y su hermano en una relación que se insinúa también como incestuosa. 
             
    Confrontadas ambas tramas, resulta evidente la defensa y prevalencia
    en las dos de las concepciones tradicionales de la familia patriarcal, pero
    mientras que en el mito clásico el amor al padre significaba el respeto a
    una legalidad estatuida que iba mucho más allá de los sentimientos y
    afectos - suponiendo que estos existieran entre sus miembros tal y como los
    conocemos ahora -, y el matricidio, por tanto, tenía un sentido de justicia
    dentro de este orden del padre; en la novela el amor al padre es también -
    y sobre todo - satisfacción del deseo sexual, por lo que el matricidio es
    un mero crimen pasional, una venganza entre rivales sin ninguna legitimación
    fuera de ese deseo perverso.  Pero hay elementos nuevos de interés, que también emergen en los otros textos de autoras latinoamericanas de las que hablábamos al inicio, y estos son, en primer lugar, el protagonismo que asume Electra, arrebatándoselo a Orestes - el hermano de Swain no tiene participación en la venganza; Electra y Orestes son un continuo, un uno con dos formas en el poema de Mistral; y en los textos de Ochoa, Alabáu y Angel, Orestes simplemente no existe.- En segundo lugar - y la prelación es puramente retórica, puesto que el protagonismo de Electra, colocada en primer plano o en plano exclusivo, va a ser el efecto de esta causa - es del mayor interés la transformación del conflicto en algo exclusivamente familiar -o individual, en las autoras a las que acabamos de referirnos -, que ni tiene vínculos ni repercute, como en el caso de las tres tragedias que abordan y desarrollan el mito, en la política, en la ciudad; y sobre todo su concreción en las complejísimas y omnipotentes relaciones madre - hija, que en una sociedad significativamente matrilineal como la latinoamericana, tiene una trascendencia innegable, la que se evidencia en la novela, por ejemplo, en el poder económico y la independencia de la madre de Rosaura, de cuyo padre jamás se habla. Así Alabáu retomará esta relación madre - hija, tan consustancial en la obra de Mistral, a través de la reelaboración del mito de Deméter y Perséfone en otro libro suyo: Hemos llegado a Ilión (1995). Sin embargo, en Ochoa el destinatario del discurso, de la súplica de perdón, del testimonio de amor de la Electra que retorna, es el padre. 
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    Por
    último, resulta muy importante revisar otro 
    aspecto que aparece en la novela y no está presente, de modo explícito,
    en el mito helénico tal como lo hemos resumido a partir de las tres
    tragedias que lo desarrollan dramáticamente. 
    Se trata de la inocencia de Rosaura. 
    La madre, en este caso, es una víctima inocente. Y, en este sentido,
    la bibliografía desarrollada más recientemente por los estudios clásicos
    feministas ha prestado especial atención a otras secciones narrativas del
    mito, que permiten orientar nuevas interpretaciones y, sobre todo, la
    reivindicación y subversión del “personaje” Clitemnestra, considerada
    no como culpable del asesinato de su marido y merecedora del castigo que se
    le impone, sino como su víctima y vengadora de los ultrajes y crímenes de
    Agamenón, tal como ha comenzado a aparecer en algunas de sus
    reelaboraciones literarias contemporáneas, entre ellas, la
    “Clitemnestra” de la mexicana Aline Petterson (2000).  Estas secciones narrativas dan cuenta, por una parte, de que
    Tántalo, su primer marido, y la descendencia que de él tuvo, fueron
    asesinados por Agamenón, que se casó después con ella; y por otra parte,
    de que Ifigenia, también hija de Clitemnestra y Agamenón, fue sacrificada
    por éste, a pesar de la oposición y los ruegos de su madre, para que la
    escuadra aquea tuviera buen viento a su favor.  Ambos
    hechos, junto con las infidelidades de que la hizo víctima Agamenón
    durante la guerra, y el que después trajera a Casandra y viviera con ella
    en Micenas, sirven para exculpar a Clitemnestra -considerada por la tragedia
    como símbolo de lo demoníaco, de la perversidad, de la depravación (Lesky,
    316)- y para justificar su venganza.          
    En
    un análisis como el que nos proponemos no pueden obviarse la dimensión política
    de la tragedia en Atenas, ni el hecho de que no fuera un solo trágico, Eurípides,
    quien abordara el personaje de Electra -ausente de los poemas homéricos,
    donde su padre es tan importante-, sino que ésta fuera tratada, con
    distintas finalidades políticas, antes por Esquilo -en Las
    Coéforas, segunda parte de la Orestíada-,
    y también por Sófocles en su Electra,
    contemporánea de la de Eurípides.  Sin
    embargo, en nuestro afán por establecer en qué concuerdan o difieren los
    textos contemporáneo y antiguo que estamos comparando, y en qué medida la
    novela de Cartagena es subversiva y transgresora del mito, resulta
    importente subrayar el carácter de la tragedia como “un discurso de la
    ciudad sobre ella misma, que reflejaría sus incertidumbres y una crisis de
    las representaciones colectivas, como síntoma de un período de mutación”
    (Dupont, 195), para lo cual el mito es un pre-hipo-texto, una trama sobre la
    que se pueden (a)bordar otros asuntos, lo que permite encontrar en cada uno
    de los trágicos que se ocupan de Electra un tratamiento y un discurso político
    perfectamente diferenciables y hasta contrapuestos.   Así pues, lo más subversivo y transgresor en el caso de la novela de Aida Cartagena no es su reescritura del mito de Electra, sino su utilización como pretexto para tratar como al bies, mediante el establecimiento de un al parecer inimaginable paralelo entre la República Dominicana y Grecia, las condiciones políticas a las que estaban sometidos ambos países bajo sombrías dictaduras militares amparadas por un orden mundial que en buena medida se vale de ellas. Pero al igual que el orden económico, político y social mundial, así como la historia contemporánea hacían posible este paralelo, la propia literatura del Caribe hispano ofrecía otra muestra de un tratamiento similar de los mitos, de su puesta en función para abordar la realidad nacional en su relación con la griega, en la obra de una notable escritora. Así en Los laberintos insolados (1967), novela de la ya citada Marta Traba, se narra el periplo de un tal Ulises Blanco, lector de Joyce, pero del Retrato del artista adolescente, quien viaja a Grecia para descubrir que los niños del Pireo son tan pobres y tan feos en su miseria y su mendicidad como los negritos de Cartagena de Indias, su ciudad, y donde aparecen una Circe, una Penélope y hasta una Itaca a la que el héroe regresa para volver a partir nuevamente como Odiseo. 
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    Llegada
    a este punto, prefiero terminar con otra cita, más larga que el epígrafe
    inicial y tan sólida como ella, un texto que nos habla de la permanencia,
    de la duración, de la resistencia de esa antigüedad tan frecuentada por
    nuestras autoras, y que nos explica, a su modo, el porqué de su intensidad
    y de su extraño y doloroso atractivo, de su fascinación:  With
    the sound of the sea in their ears, vines, meadows, rivulets about them,
    they [los antiguos griegos] are even more aware than we of the ruthless of
    fate. There is a sadnesss at the back of life which they do not attempt to
    mitigate.  Entirely aware of
    their own standing in the shadow, and yet alive to every tremor and gleam of
    existence, there they endure.   (Virginia Woolf,“On Not Knowing Greek”) BIBLIOGRAFIA
    CITADA Cartagena
    Portalatín, Aida.  Escalera
    para Electra.  Santo Domingo: Editora
    Taller, 1980.  2da. ed. 
      Dupont,
    Florence.   L’insignifiance
    tragique.  París: 
    Le Promeneur, 2000. Lesky,
    Albin.  Historia
    de la literatura griega.  Madrid:
    Gredos, 1968.  Sklodowska, Elzbieta. La parodia en la nueva novela hispanoamericana. Amsterdam-Filadelfia: John Benjamin’s Publishing Co., 1991. 
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| Sobre el autor: | 
| nombre: Luisa Campuzano | 
| E-mail: luisacampuzano@hotmail.com | 
| Home-page: [no disponible] | 
| Sobre el texto: Texto insertado en la revista Hispanista no 11  | 
  
| Informaciones
      bibliográficas: CAMPUZANO, Luisa. ELECTRA EN QUISQUEYA. In: Hispanista, n. 11. [Internet] http://www.hispanista.com.br/revista/artigo96.htm  | 
  
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