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       La
      torre de los siete jorobados:
      Una obra a ocho manos  | 
  
| Nombre del Autor: Lenina M. Méndez | ||
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       lenina@usuarios.retecal.es  | 
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       Palabras clave: Neville y Carrere, La torre, cinema e literatura  | 
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       Minicurrículo: Licenciada en lengua y literatura hispánicas por la Universidad Veracruzana, México. Doctorando en Literatura española e hispanoamericana y Doctorando en Lengua española, ambos por la Universidad de Salamanca, España. He publicado el libro Un acercamiento al mágico mundo de los duendes, chaneques y enanos (Ed. Cultura de Veracruz, México, 1999), así como numerosos ensayos en revistas de circulación nacional e internacional como La palabra y el hombre, Archipiélago (ambas mexicanas), Espéculo (Universidad Complutense de Madrid), Revista de Literatura (Centro de comunicación y pedagogía, Barcelona), entre otras.  | 
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       Resumo: O cinema e a literatura costumam ir freqüentemente de la mano, e no âmbito espanhol não tem sido exceção. Uma das adaptações cinematográficas mais bem logradas da primeira década do século XX na Espanha, foi La torre de los siete jorobados, romance de Emilio Carrere que o famoso diretor Edgar Neville levou para as telas do cinema. Contudo, muitas mãos passaram por esta obra, o que a converteu em um dos maiores mistérios das letras hispânicas.  | 
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       Resumen: El cine y la literatura suelen ir frecuentemente de la mano, y el ámbito español no ha sido la excepción. Una de las adaptaciones cinematográficas mejor logradas de la primera década del siglo XX en España, fue La torre de los siete jorobados, novela de Emilio Carrere que el famoso director Edgar Neville llevó a la gran pantalla. Sin embargo, muchas manos pasaron han pasado por esta obra, lo que la ha convertido en uno de los más grandes misterios de las letras hispánicas.  | 
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 ...ese
    lío de bichos me trae sin cuidado. 
           
El tema de las adaptaciones cinematográficas de una obra literaria
siempre será controvertido: hay quien dice que el film supera al texto; algunos,
que es imposible plasmar la imaginería propia de la pluma en la pantalla; en
otros casos, se crean dos obras por completo diferentes. Y el problema parte
desde la esencia misma de ambas artes: la creación literaria es un trabajo en
solitario, sin más intervención que el propio autor y su idea a desarrollar.
En el cine, en cambio, entran en juego una multitud de factores y “autores”
diversos: el director, los actores, el guionista, el productor, las demandas del
mercado. El cine, desde sus inicios, estuvo hecho para llegar de forma inmediata
al gran público, y debido a lo costoso de su realización, también se ha visto
siempre inmerso en las redes de la comercialización. En el caso del cine
español,
gracias a la riqueza propia de su literatura, han sido frecuentes las ocasiones
en que grandes autores se han llevado a la pantalla, desde los antiguos tiempos
de las imágenes mudas hasta nuestros días. Y entre estas adaptaciones, hay una
obra que merece rescatarse del olvido al que se ha visto relegada con el paso de
los años: La torre de los siete jorobados.  Emilio
Carrere (Madrid, 1881-1947) fue un escritor muy popular en su tiempo. Poeta,
bohemio, actor aficionado y protagonista de un sinnúmero de aventuras galantes,
se dedicó primero a la lírica en un tono de modernismo decadente, para luego
abocarse de lleno a una prosa de corte fantástico-humorístico-macabro, que
además publicaba en forma folletinesca en las revistas más en boga de la España
de las primeras décadas del siglo XX: La
novela corta, La novela de hoy, El
cuento semanal  (del cual además fue director por el breve plazo de seis
meses, hasta que cerró), Mis mejores
cuentos, entre otras de igual difusión masiva. No obstante la popularidad
que gozó en su tiempo, nunca fue un escritor de los llamados “de academia”;
siendo realistas, su nombre no es de los que se encuentran en las elitistas
historias de la literatura o en los tratados cuasi científicos que se dedican a
“destripar” minuciosamente los textos. Hablando claro: fue un escritor para
las masas, para el entretenimiento, y eso muchas veces parece ser condenado,
tildando tal literatura como carente de valor. Nada más ajeno a la realidad,
porque Carrere bien merece un sitio de honor en las letras españolas, no
precisamente por la que ha sido su novela más popular, La
torre de los siete jorobados, que como se verá más adelante es un caso de
hibridismo aparte, sino por sus propias creaciones, donde se reflejan las
costumbres y el clima castizo de una España, y sobre todo de un Madrid, hoy
perdidos, donde se entremezcla la fantasía, la leyenda, el terror, lo
policíaco,
las aventuras, todo ello salpimentado de una vena humorística que no tiene
parangón. Títulos como La calavera de
Atahualpa, La casa de la cruz, La
leyenda de San Plácido, Los ojos de la diablesa, bastan y sobran para
sostener la valía de su creador, aunque nunca hubiera existido aquella novela
que tanta controversia ha causado.  La
torre de los siete jorobados
se publica en 1924, bajo el auspicio del editor de La
novela corta, Juan Palomeque, y de inmediato, como todo lo que era publicado
por Carrere, se convirtió en un best
seller y fue tal vez la obra que le dio mayor fama a su autor. Sin embargo,
tal y como explica extensamente Jesús Palacios en el prólogo a la moderna
reedición de tal obra, esta novela no fue escrita por una sola mano, sino que
se trató de uno de los mejores ardides editoriales de todos los tiempos.
Carrere, como ya se ha dicho, era un escritor muy aclamado por el público, por
lo que de manera constante recibía peticiones de sus editores para calmar la
sed de las masas. Bohemio al fin, solía ser un tanto desordenado en su profesión,
y era frecuente que enviara sus escritos retrasados o ni siquiera los hiciera,
con el consiguiente enfado y a la vez aprehensión por parte de los editores. El
señor Palomeque, tratando de cubrir con creces este mercado floreciente, creyó
adelantarse hábilmente al adquirir el manuscrito de una extensa novela “inédita”
de Carrere. Sin embargo, grande fue la sorpresa y la consternación cuando se
dio cuenta de que lo que tenía entre manos era tan sólo la versión original
de una pequeña novela que ya se había publicado en febrero de 1922 en las páginas
de La Novela Corta, Un
crimen inverosímil, más un amasijo de prosas incompletas, retazos de otros
escritos y hasta hojas en blanco, y peor fue su desasosiego cuando Carrere se
negó de manera contundente a completar la obra. A pesar de semejante falta de
rigor profesional, Palomeque no podía arriesgarse a perder la venta de un
escritor tan popular, y fue entonces cuando recurrió a una práctica socorrida
hasta nuestros días: contratar un “negro”, es decir, un escritor novel o
desconocido, pero de quien se sabe tiene las suficientes dotes, para que
arreglara el embrollo (recordemos tan sólo la “vasta” y constante obra de
Corín Tellado, para comprobar a qué grado llegan las necesidades comerciales
de una editorial).  Así
fue como La torre de los siete jorobados
se creó gracias a la intervención de “seis manos”: el relato germinal Un
crimen inverosímil de Carrere, la joven pluma de Jesús Aragón, el elegido
para deshacer en entuerto, y la desesperación del pobre editor, quien decidió
jugarse el todo por el todo al recurrir a este método extremo. Aragón se dedicó
por tres meses a navegar en las obras de Carrere, a fin de copiar de la manera más
fiel su estilo, y es relativamente fácil percatarse qué partes de la novela
(dividida en tres secciones y veintinueve capítulos) pertenecen a Carrere y cuáles
a Aragón, si atendemos al superficial hecho de que se trata tan sólo del
primer cuento ampliado y suponemos que todo lo que no esté en aquella versión
es producto de Aragón. La “leyenda” agrega también que, tras la concreción
de la novela, Aragón fue requerido por Carrere en un misterioso encuentro al
estilo decimonónico, para hablar sobre la obra y para que el autor primigenio
revisara las pruebas finales, sin saberse a ciencia cierta qué tanto habrá
corregido, eliminado o completado en ese proceso. Pero obviando todo este
embrollo que bien merecería las páginas truculentas de un folletín propio,
con La torre de los siete jorobados
estamos frente a lo que sería el sueño de cualquier semiótico: una obra que
existe y ha perdurado por sí misma, que a pesar de su creación múltiple es un
único producto acabado que puede leerse como tal sin notar discontinuidades y
que mantiene su vigencia gracias a la posibilidad de una nueva lectura en cada
acercamiento.  Veinte años más tarde, La torre de los siete jorobados salta del papel a la pantalla grande gracias a la adaptación que hizo Edgar Neville (Madrid, 1899-1967), quien por ese entonces ya era uno de los directores españoles más populares y actualmente un autor de culto obligado de la cinematografía ibérica. Neville fue además poeta, dramaturgo, novelista, miembro recién rescatado de aquella llamada “otra generación del 27”, aunque dentro del teatro y el cine siempre gozó de reconocida fama. Tras estudiar sin gran afán la carrera de Derecho y entrar a servir en el cuerpo diplomático, sus cargos lo llevan a los Estados Unidos y allí se relaciona enseguida con las grandes figuras de Hollywood: Charles Chaplin, Buster Keaton, Douglas Fairbanks, Mary Pickford, y tantos otros. A su regreso a España dirigirá y escribirá al ritmo de casi una película por año, la mayoría de las cuales resultan éxitos de taquilla. El 23 de noviembre de 1944 estrena su versión de la novela de Carrere, con un guión que escribió junto con José Santugini; sin embargo, en esta ocasión y no obstante las modificaciones realizadas para su efecto, la película no llegó a alcanzar la popularidad de otras cintas de Neville y cayó pronto en el olvido, mencionada apenas en los listados de su filmografía y sin que él mismo llegara a hacer mayores comentarios sobre la misma. 
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     La
    novela de Carrere (a quien por comodidad seguiremos dándole el sitial de
    autor único) y el film de Neville presentan diferencias de bastante peso. Y
    es que, siendo objetivos, hay que puntualizar que el cine de Neville era en
    realidad bastante comercial, muy influido por las fórmulas hollywoodescas
    del happy end y los amores fáciles, y a pesar del abordamiento de temas
    bastante originales dentro de las pantallas españolas, como la trama fantástica
    y de aventuras en cintas como La torre
    de los siete jorobados y El
    malvado Carabel, o la policíaca, en Domingo
    de carnaval y El crimen de la
    calle bordadores, su producción no es lo que consideramos precisamente
    como cine de arte. El valor de Neville estriba sobre todo en el manejo que
    hace del humor, a la vez irónico e ingenuo, en la maravillosa fluidez de
    sus guiones y en su perspicacia a la hora de llevar historias innovadoras al
    celuloide, porque incluso en cuestiones más “artísticas”, como el
    manejo de planos y juegos de montaje, no fue dado a las experimentaciones
    vanguardistas de muchos de sus contemporáneos, contentándose con centrar
    su mayor esfuerzo en el desarrollo de la trama.  El
    resultado de la manipulación por tantas manos de este divertido relato es
    muy interesante. Neville tomó la anécdota base de la novela y creó una
    película que se diferencia en muchísimos aspectos del texto que la hizo
    germinar, en ocasiones enriqueciendo la historia, en otras limitándola
    debido a numerosos factores, entre los que podrían destacarse sobre todo la
    dificultad de filmar muchos pasajes que en aquella época resultaban
    impracticables, debido a cuestiones de tecnología. Hubo cambios de
    personajes, eliminando algunos, revistiendo de nuevas funciones a los más,
    y el sustrato mismo del film dejó de lado el aspecto, tan relevante en la
    novela, de la magia, rescatando sólo la esencia de lo sobrenatural. Pero lo
    inherente a ambos productos y que se desarrolla con fuerza propia en cada
    uno de ellos, es sin duda el humor, en un caso más irónico, más negro (el
    de Carrere), y más espontáneo y festivo el de Neville.  Las
    diferencias son evidentes desde el principio. Comenzando por la figura del
    protagonista, Basilio Beltrán (encarnado por el actor Antonio Casal) es en
    el film un muchacho inteligente, de buena presencia, educado, un tanto
    supersticioso y galante con las damas; todo un héroe que sabría conquistar
    los corazones femeninos. En cambio, en la novela se nos presenta como un ser
    sumamente supersticioso, atacado por innumerables tics nerviosos que
    sugieren un aspecto un tanto grotesco, lo que no impide que sea un don Juan
    que no deja títere con cabeza, y además con no mucha capacidad
    intelectual. En ambos casos se ve repentinamente asediado por una macabra
    figura, un hombre tuerto, vestido con elegancia, al que sólo él puede ver
    y que a pesar de la repulsión que le causa en un principio, obtiene su
    atención al hacerle ganar fabulosas sumas en el juego.   La
    introducción de esta figura fantasmal es en la novela un proceso gradual,
    que de forma muy sutil se va evidenciando y que en el film, por razones
    obvias de tiempo, se acorta, pero con un recurso que tal vez pueda parecer
    un poco forzado. La primera escena está muy bien lograda, con Robinsón de
    Mantua (que tal es el nombre del inmaterial individuo) corporeizándose ante
    un espejo, aunque a primera vista el espectador no percibe que se trata de
    un ser ultraterreno. La demostración de tal fenómeno continúa un acertado
    tratamiento: la encargada del guardarropa detiene a los clientes que van
    llegando, para indicarles que, bajo ningún concepto, puede accederse al
    casino con sombrero; de Mantua está junto a ella y penetra tranquilamente
    con su sombrero de copa sin que nadie proteste por ello y llega hasta donde
    está Basilio, que en seguida se queja con las personas que están cerca de
    él sobre lo terrible que es permitir la entrada de un hombre tuerto a esos
    lugares, por la consabida mala suerte que suelen acarrear, ante la
    estupefacción de sus oyentes, que no ven a nadie con tales características.
    Después de esto, que bien habría bastado para hacer comprender que se
    trataba de algo sobrenatural, Neville insiste en la utilización del
    recurso, haciendo que una dama haga el mismo comentario; pero la parte que
    considero más fallida es cuando, a la salida del casino, Basilio se topa
    con dos de sus jorobados amigos, Martín y Malato, y les menciona que no
    puede permanecer con ellos debido a que acompañará a su nuevo conocido, y
    tras desaparecer de la escena, los diálogos, bastante artificiales, de los
    dos jorobados, van por el sendero de “ha dicho que acompañaría a un
    caballero y ha señalado allí, al vacío, pero allí no había nadie”.
      El
    lado mujeriego de Basilio también se ve ensombrecido en la película, donde
    aparece como un chico más bien sensible y que cae en las redes del amor
    puro de una muchacha de “bien”. El Basilio de Carrere mantiene
    relaciones no del todo santas con una cantante, la Bella Medusa, a la que
    regentea un hombre truculento, y que se verá envuelta en la trama de la
    obra al ser víctima de los atracos que hace la banda de jorobados, teniendo
    cierta relevancia en la develación del misterio que cubre toda la ficción.
    En cambio en el film de Neville tiene una aparición más bien breve, y el
    chulo que la acompaña se ha trocado en una madre ridícula y ambiciosa, que
    sabe exponer muy bien los encantos de su “pequeña” para conseguir algo
    más que cenas suculentas de los hombres incautos. Neville nos presenta un
    personaje anodino en la figura de la cantante y estereotipado en la de la
    madre, a quien muestra como una mujer frívola, encarnación de todo lo
    horrible que puede ser una suegra, en escenas que son simpáticas, pero
    bastante convencionales.   En
    este tenor será que aparecerá un personaje que, y pidiendo disculpas a
    todos los que rinden culto a Neville, me parece de lo más maniqueo: Inés
    (Isabelita Pomes), sobrina de don Robinsón de Mantua, introducción que
    trastocará por completo la esencia de ambas obras desde sus cimientos.
    Recapitulando, en la novela de Carrere la acción se desencadena porque de
    Mantua se hace visible ante Basilio con la intención de que éste, gracias
    a su sensibilidad para con lo ultraterreno, es decir, por sus dotes
    ignoradas de médium, logre desentrañar el misterio de su muerte, acaecida
    diez años antes en circunstancias inexplicables. De Mantua (que en la
    historia original es un doctor en medicina y no un arqueólogo como en la
    cinta) sólo sabe que una antigua paciente suya, aquejada de histerismo,
    vaticinó su asesinato en “un día veinte, a las tres y cinco”, y
    durante cinco años estuvo aquejado, a pesar de que su mente de hombre de
    ciencia lo negaba, por el presentimiento de que ese hecho se verificaría.
    Así que la misión de Basilio es descubrir al asesino y esclarecer el
    misterio que envuelve a los extraños hechos en que aquella muerte se llevo
    a cabo. En cambio, en el film de Mantua se hace presente para encomendarle a
    Basilio la protección de su sobrina, a la que aqueja un gran peligro que el
    chico debe evitar, lo cual desembocará en la consabida historia de dulce
    amor que, en un final sumamente hollywoodesco, hará que la feliz pareja
    venza todas las adversidades y permanezca junta, lo que para mi gusto
    demerita bastante la esencia de la historia original, reduciendo todo el
    entramado fantástico a la banal historia “del chico bueno que salva a la
    chica guapa”. 
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     La
    película carece asimismo de un personaje que resulta crucial en la novela,
    por ser el contraste de Basilio: el “Duende de la corte”, un periodista
    sagaz e intrépido quien es el que va desentrañando toda la conspiración
    que se fraguó en torno a de Mantua, y que a la vez ridiculiza un tanto la
    figura del protagonista, al poner en evidencia su escasa inteligencia. Lo único
    que se rescató de esta simbiosis fue la figura del inspector de policía
    Martínez Sirio, con el que formarán un trío de intrépidos detectives al
    estilo del folletín más rocambolesco; empero, en el film el policía muere
    rápidamente, al caer en una de las innumerables trampas que se ocultan en
    los pasadizos de la temida torre de los siete jorobados.  Aquí
    haré un paréntesis, antes de continuar analizando a los demás personajes,
    para dilucidar una cuestión que me parece de suma importancia en la novela
    y que, aunque en líneas antes se mencionó que se tomaría a la obra en su
    conjunto acabado, es mérito por completo de Carrere, al formar parte de los
    capítulos de Un crimen inverosímil: la presencia de tópicos surrealistas, antes
    de la publicación del Manifiesto de Bretón y de que fueran explotados en
    España. Basilio, tras el primer encuentro con el señor Catafalco (como
    llama a Robinsón de Mantua) en aquel casino, recibe sus posteriores visitas
    en un estado de duermevela, entre sueños, en aquella vigilia perpetua de la
    que hablaba Bretón, y será en ese estado semihipnótico como conocerá la
    historia desgracia de Robinsón, al descubrir la escritura automática antes
    de que se expandiera por los textos franceses.  Lo extraño es que Basilio no siente miedo y está en un estado intermedio de sueño y de vigilia, un suave magnetismo le va entornando los ojos. El espectro
    del doctor Robinsón le sonríe siempre, y, acercándose a un pupitre, toma
    de él unas hojas de papel y un lápiz y se lo ofrece a Basilio, que siente
    un gran temblor en la mano derecha. Tiene la sensación de que su cuerpo está
    envuelto en humo y que va perdiendo peso. Luego cae en un profundo letargo.
    (Carrere: 1998, 60)  Al
    despertarse, Basilio se encuentra con un amasijo de papeles donde se cuenta
    detalladamente la vida del médico hasta llegar a su terrible muerte, que no
    puede esclarecerse incluso en el estadio de alma en pena que se encuentra,
    por haber sido cometida “por fuerzas superiores” a su entendimiento; la
    única manera de romper esta especie de hechizo que lo mantiene en el limbo
    es descubrir al asesino y hacer que éste hable en voz alta de su crimen.
      La
    película de Neville retoma con extraño humor a otro de los personajes básicos
    de la obra: un arqueólogo y sabio un poco loco, un poco despistado, que en
    la novela es conocido como “el señor de las gafas azules”, “el
    viajero infatigable”, don Sindulfo del Arco, que ya había aparecido en un
    cuento anterior, “La calavera de Atahualpa”. En el film se trocará por
    don Zacarías, un anciano que era colega de Robinsón de Mantua y que es un
    prisionero, sin saberlo, de los jorobados, quienes le han mentido diciendo
    que de Mantua murió en un accidente ferroviario y que él debe permanecer
    allí en la ciudad subterránea, ya que por derrumbes internos se han
    tapiado las salidas y nadie puede salir. Neville recrea la figura de ese
    sabio al que no le importa nada más allá de la ciencia, pero que sin
    embargo mantiene siempre una chispa de optimismo y alegría que contagia a
    todos. La interpretación es genial, con un viejo deambulando a paso ligero
    por los oscuros subterráneos  mientras
    tararea alegres coplas castizas. Este personaje en la novela es más trágico,
    y aunque su importancia en el esclarecimiento de los acontecimientos es
    mayor, carece del soplo vital que Neville le supo imprimir en la cinta.
      Sin
    duda alguna el doctor Sabatino es uno de los grandes villanos de la historia
    del cine español. Este fue el personaje que más se respetó en la adaptación
    cinematográfica, manteniendo ese halo de hipócrita amabilidad que esconde
    un alma cruel y depravada. Aunque evidentemente no se plasmaron en la
    pantalla todas sus maldades, la interpretación de Guillermo Marín es magnífica,
    sobre todo en aquellas escenas en que, tomando un primer plano de su expresión,
    domina a los demás por medio de sus poderes hipnóticos. En la novela la
    fantasía se desborda: allí no es un simple falsificador de moneda que se
    oculta en el subsuelo para cometer sus fechorías, sino un poderoso mago, un
    “desturmorgbedo” que liderea a toda una cofradía de iniciados en las
    ciencias ocultas y la magia negra (los siete jorobados), al que mueve una
    terrible sed de venganza contra aquel que no logró salvar de la muerte a su
    pequeña hija. No se ha conformado con asesinar a de Mantua, sino que quiere
    deshacerse de todos sus allegados (aquí no hay esa sobrina desamparada,
    sino dos parientes que han heredado su fortuna y que forman una simpática
    pareja que raya en lo grotesco) y adueñarse de todas las riquezas que aquel
    poseía. Y para ello, se ayuda de un método tan antiguo como la humanidad:
    el asesinato a distancia, que logra gracias a sus artes mágicas.  
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     Aquí
    se nota una clara influencia, no sólo de Poe y su afición al mesmerismo,
    sino del más cercano cine expresionista alemán. Sabatino se vale de un
    joven criado, Ercole, a quien sume en un estado de sonambulismo para que
    lleve a cabo los asesinatos que sean necesarios: corta el cuello de las víctimas
    o las estrangula en el reflejo que de estas se muestra en una paila llena de
    agua, lo que hace que, estén donde estén, mueran al instante. En varios
    pasajes de la novela ya se habían hecho referencias al cine y a que algunas
    de las escenas bien podrían parecer secuencias cinematográficas, pero la
    introducción de este ser desprovisto de voluntad y que por la descripción
    que se le hace bien podría haber pasado por aquel Cesare de El
    gabinete del doctor Caligari, muestra hasta qué punto los escritores de
    la época se sentían influidos por el nuevo medio que estaba invadiendo
    todos los rincones del globo. En Neville se nota aún más esta herencia,
    pues Inés, presa de las artes del malvado Sabatino, es quien en estado hipnótico
    trata de llevar a cabo por su propia mano el asesinato de Basilio, que aquel
    le había ordenado.  Sin
    duda alguna uno de los aspectos más logrados del film de Neville es la
    recreación de la ciudad subterránea, que también muestra las influencias
    del cine gótico, pues fue el alemán Pierre Schild, heredero de estas
    tendencias, quién creó la escenografía y decorados. Una de las entradas a
    la ciudad se encuentra en una derruida casa de los viejos barrios madrileños,
    abandonada y cubierta de telarañas, con todo el aspecto de un lugar
    “donde espantan”. Los estrechos pasadizos que conforman la complicada
    red de túneles se caracterizan por su juego de luces y sombras, y podría
    aventurarse que es una alegoría de los vericuetos del subconsciente humano.
    Pero las partes mejor logradas de la escenografía son sin duda la torre
    misma, que muestra, en picada, un profundo abismo al que se llega por una
    escalera que lo circunda, con lúgubres candelabros situados estratégicamente;
    y la galería por donde se accede a la sinagoga, donde hay otra salida, y
    que está llena de esqueletos y momias, decorado muy del gusto del cine de
    aquel tiempo (vale hacer la acotación de que esta era la época dorada del
    cine mexicano, y que era frecuente, al contrario de España, la explotación
    de temas fantásticos; el recurso de las momias en el decorado fue muy
    socorrido en ese entonces).   En
    el film, toda la secuencia de la ciudad subterránea se encuentra prácticamente
    despojada de ese humor que había permeado durante todo el tiempo, para
    dejar paso tan sólo al tema policíaco y de aventuras, con el
    descubrimiento de las intenciones de Sabatino y de la maquinaria para la
    falsificación de moneda. En la novela, como es natural, esta parte es la más
    amplia y aunque hay pasajes en que el terror parece cubrirlo todo (como
    cuando Basilio se encuentra cercado por la ratas y en su intento por escapar
    cae en un foso), ese humor negro no deja de estar presente; por ejemplo,
    cuando, tras muchas peripecias, por fin logran reunirse Basilio, el Duende
    de la corte, el inspector Martínez y el desdichado Carlos de Mantua, que
    había sido secuestrado, y luchan denodadamente contra la cofradía de
    corcovados, haciéndolos escapar, deciden detenerse para recobrar fuerzas y
    hacer un pequeño refrigerio, con la abundante comida que mana de sus falsas
    jorobas:  -Aquí tenemos una excelente mesa –dijo el “Duende”, señalando el féretro abandonado por los jorobados-. ¡Ea, amigos míos! Hacedme el favor de sentarse alrededor. La invitación
    no tenía nada de tranquilizadora- ¡Comer encima de una caja de muerto!
    Esto hubiera bastado para dar fin del apetito más despierto; pero las
    circunstancias hacen al hombre contemporizar con las situaciones más extrañas.
    (Carrere:1998, 192)  A
    partir de este momento las secuencias serán vertiginosas. En la novela no
    dejan de sucederse aventuras escapando de los jorobados, y luego, cuando por
    fin encuentran la salida, Basilio decide volver y enfrentarse con Sabatino,
    quien ha matado a sus dos amigos, pero enfundado en el carnavalesco disfraz
    del popular Fantomas, para impedir de este modo un nuevo asesinato. En la
    película escapa de igual modo, pero ya no volverá nunca a la ciudad
    subterránea.  
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     Los
    finales son del mismo modo muy diferentes entre sí. En la narración de
    Carrere, luego de haber escapado de la torre tras haber descubierto los
    planes de Sabatino, Basilio corre a la policía, y mientras trata de
    explicar todas las inverosímiles aventuras que le han acontecido (mientras
    sigue disfrazado, lo que no ayuda mucho a la credibilidad de su historia,
    pero que remarca esa causticidad de la obra), el comisario, harto ya de oírlo,
    arroja al fuego las dos figuritas que el mago había hecho para representar
    a los parientes de Catafalco, lo que revierte el hechizo creado, con la
    consecuente muerte del perpetrador. La investigación arroja que Sabatino
    efectivamente murió abrasado en su habitación, por alguna sustancia
    misteriosa, pero en realidad nunca se aclara el caso, por más que Basilio
    se convierte en una celebridad al narrar sus aventuras en todos los periódicos.
    Solamente una vez más verá al espectro de Mantua, también en estado de
    duermevela, mientras espera en la comisaría a que vuelvan los policías:  El
    doctor Robinsón le sonríe y le tiende la mano. Sus dos pies flotan a
    algunos centímetros del suelo. Hay un olor religioso, como de incienso, y
    toda la estancia está envuelta en una rara atmósfera de polvillo de plata. Los
    labios del espectro se mueven y pronuncian dulcemente una sola palabra: -¡Gracias! Era
    la última visita del señor Catafalco. (Carrere:1998, 249)  En
    la cinta, la policía llega a casa de Inés, tras la denuncia de su
    secuestro, pero al encontrarla sana y salva, y encima sin recordar nada de
    lo acaecido, toman a Basilio por borracho sin prestarle la menor atención.
    Ya antes la banda de jorobados había tomado la decisión de dinamitar parte
    de las galerías para que nadie encontrara la ciudad subterránea, con la
    consiguiente muerte de Sabatino en una de las explosiones. De este modo
    queda destruido el mal y comienza el dulce desenlace para los protagonistas:
    el espíritu de Robinsón por fin puede estar tranquilo y será en aquel
    otro mundo ultraterreno donde podrá ajustarle las cuenta a Sabatino por
    todas sus fechorías, y, para la gran alegría de Basilio, otorga su beneplácito
    para el amor de los jóvenes. Por fortuna, a pesar de este final tan
    convencional, Neville aún mantiene ese humor que salva a la película de
    sus excesos comerciales, y mientras la cámara muestra en primer plano a la
    pareja besándose, lentamente hace un travelling
    circular hasta mostrarnos la cara feliz de Robinsón, quien se aleja de la
    escena con su adorada réplica de la Venus de Milo, mientras se evapora.  Sin duda alguna, y no obstante algunas de las debilidades temáticas del film, es evidente que nos encontramos con una de las grandes obras del cine español de todos los tiempos, de obligada referencia y a la que es necesario volver cuando se estudia la filmografía de Neville, que muchos críticos han reducido al éxito de La vida en un hilo, sin prestar mayor atención a otras piezas igualmente valiosas e innovadoras. Pero todavía más que retomar a Neville desde una nueva óptica, creo que es más necesario rescatar del olvido a Emilio Carrere, quien conjuga en su obra (y no sólo en esta que le ha dado cierta fama) la mejor herencia del folletín decimonónico, con el humor sin parangón de un Gómez de la Serna y los recursos propios de la vanguardia, que en España suele estudiarse como propia de la Generación del 27 (lo cual es un hecho evidente que no pretendo refutar) sin considerar que antes de este boom había también escritores que se adelantaron a su tiempo y supieron trabajarla en su producción; aun cuando se trate de alguien que era en apariencia muy de imprenta, dedicado al gran público, como lo fue Carrere, lo cual demuestra que el prejuicio de que un escritor que gusta a las masas no es “bueno”, no es más que un cliché que suele atribuirse muchas veces sin meditarlo ¿o es que acaso Dickens, Dumas o Dostoievsky no fascinaron a sus contemporáneos? 
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     Bibliografía
    básica de consulta Burguera,
    María Luisa, Edgar Neville, entre el
    humor y la nostalgia, Institució Alfons el Magnànim, Valencia, 1999. --------
    Edgar Neville: entre el humorismo y la
    poesía, Diputación provincial de Málaga, Málaga, 1994.  Burguera
    Nadal, María Luisa y Fortuño Llorens, Santiago (eds.), Vanguardia
    y humorismo. La otra Generación del 27, Castellón de la Plana,
    Universitat Jaume I, Serie Filología, núm 10, 160 pp. (Summa).  Carrere,
    Emilio, La Casa de la cruz y otras
    historias góticas, selección y prólogo de Jesús Palacios, Valdemar,
    Madrid, 2001 (El Club Diógenes).  ---------
    La torre de los siete jorobados,
    prólogo de Jesús Palacios, Valdemar, Madrid, 1998 (El Club Diógenes,
    Serie Autores Españoles).  Romaguera
    i Ramió, Joaquim, El lenguaje
    cinematográfico. Gramática, géneros, estilos y materiales, Ediciones
    de la Torre, 2ª ed., Madrid, 1999.  Sánchez
    Noriega, José Luis, De la literatura
    al cine. Teoría y análisis de la adaptación, Paidós, Barcelona,
    2000. Ficha
    Técnica  Título
    original: La torre de los siete
    jorobados Este artículo está publicado en la revista Espéculo. 
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| Sobre el autor: | 
| nombre: Lenina M. Méndez | 
| E-mail: lenina@usuarios.retecal.es | 
| Home-page: [no disponible] | 
| Sobre el texto: Texto insertado en la revista Hispanista no 11  | 
  
| Informaciones
      bibliográficas: MÉNDEZ, Lenina M. La torre de los siete jorobados: Una obra a ocho manos. In: Hispanista, n. 11. [Internet] http://www.hispanista.com.br/revista/artigo97esp.htm  | 
  
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